viernes, 24 de abril de 2009

cine. Los abrazos rotos // Las oportunidades perdidas


Me ha costado casi un mes arrancarme a escribir esta reseña. Pura pereza. Y es que, desde La mala educación (2004), Almodóvar me provoca ciertos reparos. No es que le tenga manía ni nada parecido, pero en un caso muy parecido al de Woody Allen, me parece que, cuanto más lo aclaman crítica y público, más desenfocados están: menos son ellos, más pretenden ser algo que no son. Justo después de que Todo sobre mi madre (1999) diera la campanada mediática, Almodóvar se convierte en un talibán del drama, forzando la estructura narrativa para adaptarla a un corte clásico a medio camino entre el modelo europeo (desnudo) y el norteamericano (ampulosamente vestido). Sólo se permite pequeñas "fugas almodovarianas"... para contentar a todo el mundo. Pero luego pasa lo que pasa: que más que Los abrazos rotos, el último film del manchego debería titularse Las oportunidades perdidas. Permitidme un breve análisis (puñetero) de las balas perdidas de esta película...

1. El equilibrio genérico. Que conste que no me parece negativo que un realizador busque nuevos caminos que explorar. Lo que no veo normal es que, con tal de abrir nuevas vías, se corten los senderos transitados: empeñado en ser el más dramático de los dramaturgos, Almodóvar sólo se permite pequeñas fugas de la comedia en la que se fraguó su estilo. De hecho, es casi bochornoso que el momento en el que mejor funciona el film sea, precisamente, cuando deja de ser Los abrazos rotos y pasa a ser, directamente, Mujeres y maletas. Allá, el director se permite una soltura que, en el resto del metraje, se ve totalmente encorsetada por "lo que quiere hacer", nunca por "lo que puede hacer". Admitir los límites de cada uno es honroso y, a lo mejor, Almodóvar debería empezar a pensar que lo suyo no es el drama al que es tan aficionado, sino un equilibrio entre drama y comedia que trataré más adelante (específicamente, en el punto 4, por si alguien tiene prisa).

2. La coherencia narrativa. Aquí tampoco voy a cebarme en exceso. Al fin y al cabo, las incoherencias argumentales, los flecos de sentido, aparecen incluso en los más grandes films... Y los perdonamos en pleno acto de fe. No me centraré en quién rompe las fotos (y los abrazos) mientras el protagonista está en el hospital, ni en el escandaloso personaje del hijo del empresario (¿qué quiere exactamente? ¿cuál es su papel en el film más allá de ser un cliché gay y almodovariano?)... Me centraré, en cambio, en algo más preocupante: ¿qué quiere explicar realmente Almodóvar con Los abrazos rotos? Veo un argumento, sí. Y veo pretensiones en absolutamente todos los planos. Pero, ¿pretensió de qué? No tiene éxito a la hora de diseccionar el drama de la venganza, ni el eterno mito del amor truncado... Entonces, ¿qué? ¿Qué quiere explicarnos el manchego? Hubo alguien que, en cierta ocasión, me explicó que había abandonado la carrera de Comunicación Audiovisual porque se había dado cuenta de que "no tenía nada que decir". Y con esto no digo que Almodóvar abandone el cine; sino que, simple y llanamente, sólo recurra a él cuando tenga algo que explicar.

3. La naturalidad de los actores. Aquí cualquiera podría decirme que el histrionismo es, precisamente, una de las claves del cine almodovariano. Pero es que, en el caso de Los abrazos rotos, el histrionismo cruza la sutil frontera con la sobre-actuación y se estrella directamente contra el muro de la verosimilitud. Y eso no es bueno para ningún drama (ya que me gusta pensar que el drama se refuerza, precisamente, tendiendo hilos hacia la realidad). En esta ocasión, la habitualmente sobre-actuada Penélope Cruz parece incluso contenida. Será porque Almodóvar lleva hasta el límite una dirección de actores más propia de un vodevil que de un drama clásico. Lo de Blanca Portillo, eternamente afectada: abominable. ¡Si incluso Lluís Homar está fuera de tono!

4. La identidad almodovariana. Y así llegamos a nuestro punto y final: ¿quién es Pedro Almodóvar a día de hoy, con Los abrazos rotos como principal brújula a la hora de guiarnos en su identidad cinematográfica? Como ya comentaba en el punto número 1, tras ver este film parece más claro que nunca que el director huye de sí mismo y, en el camino, se olvida de dónde están sus puntos fuertes. Cojamos, por ejemplo, una de las mejores escenas del film y, aun así, una de las mayores oportunidades perdidas: cuando Penélope Cruz deja al empresario doblando su propia voz (remitiendo, de nuevo, a Mujeres al borde de un ataque de nervios). Es una secuencia de fuerza excepcional, pero es que justo antes han habido otro par de escenas en las que el realizador podría haber aprovechado el potencial cómico del personaje de Lola Dueñas para compensar lo que está por venir y, así, encontrar un equilibrio entre drama y comedia que le sentaría mucho mejor al film que el drama absoluto que pretende ser. La oportunidad, sin embargo, se pierde. Y es este un ejemplo extrapolable al conjunto fílmico del Almodóvar de los últimos años.

Queda, finalmente, la sensación de que Los abrazos rotos podría haber sido mucho mejor si el manchego hubiera aprovechado la oportunidad de labrarse su nueva identidad con un pie puesto en su antiguos logros y el otro en el nuevo sendero a explorar. Porque hay que tener la honradez de saber cuándo un traje, por mucho que nos guste, nos queda grande y nos hace bolsas aquí y allá. Puede que, con el tiempo, ganemos musculatura y nos quede perfecto. Pero, hasta entonces: paciencia. Y humildad.

viernes, 3 de abril de 2009

cómic. María y yo


Es cierto que recelo, cada vez más, del cómic auto-biográfico. Es como una tendencia exhibicionista capaz de reportar a autores noveles un índice de éxito y reconocimiento superior mucho más inmediato que la ficción tradicional. Aun así, siempre hay excepciones. Grandes excepciones que ya no sólo tienen que ver con el nivel de desnudez al que llegue el artista, sino más bien con la pericia para encorsetar esa desnudez entre las cuatro paredes de una viñeta. Y, como en el cine, con "la mirada" del propio autor. Para quien no lo conozca todavía, Miguel Gallardo tiene una de las miradas más poderosas del panorama comiquero nacional. Y lo mejor es que el poderío de esa mirada no nace de la megalomanía, sino de la sutilidad, la humildad y la honestidad del gesto minúsculo.

Su último trabajo es el desarmante María y yo (también disponible en edición en catalán bajo el nombre de Maria i jo), un diario de viaje que nada tiene que ver con la acumulación de belleza del cuaderno de Craig Thompson, sino más bien con una belleza de andar por casa centrada en la relación de Gallardo con su hija durante un verano en un resort vacacional repleto de guiris alemanes. El hecho de que María sea una joven autista podría parecer ciertamente sensacionalista, pero Gallardo trata el tema con una naturalidad y una delicadeza que emociona al lector en lo más profundo. Puede que las páginas sólo recojan pequeños esbozos de las vivencias diarias de Miguel y María (muchas veces, incluso lejos del formato "cómic" tradicional), pero es que en esas vivencias hay una carga de emotividad realmente tremenda. Y quien dice emotividad también dice diversión pura y dura. Porque Gallardo huye del tremendismo como quien huye de la peste.

Si todo lo dicho no te convence todavía para leer María y yo, es obligado que visites el blog de Miguel Gallardo. Es la mejor forma de establecer contacto con el universo de este autor y de su mirada tan especial como tronchante.