lunes, 14 de septiembre de 2009

cine. Nueva vieja animación: Up / Ice Age 3

Hace más de una década se suponía que el 3D iba a ser la revolución de la animación... y acabó, más bien, cavando su tumba (el cierre de los estudios Disney de animación "tradicional" pareció ser la escritura del epitafio en este proceso, por mucho que luego los reabrieran). Hace no demasiado, con motivo del estreno de Up, leí en algún sitio que "el 3D iba a ser la revolución de la animación". Y tuve un deja-vu. Pero, ¿no habíamos pasado ya por esto? Tardé unos segundos en darme cuenta de que el 3D al que se refería el texto no era el 3D de hace unos años. Esto es nuevo. O no. Es el 3D de las gafitas y los sustos en las sillas. A día de hoy, todos ya habremos visto una o dos pelis con esta tecnología y la gran mayoría habremos soltado varios "no es para tanto". Pero reconozcamos que dos de las películas "avanzadilla" de esta técnica (hasta que llegue el Avatar de Cameron y mande todo lo previo a tomar por saco), Up y Ice Age 3, han puesto sobre el tapete un tema de discusión más que interesante: ¿qué es nuevo y qué es viejo en este ultimísimo cine en 3D? Permitidme decir, de entrada, que Up es un viejo-nuevo film de animación, mientras que Ice Age 3, por el contrario, es más bien un nuevo-viejo film de animación. ¿Que esto suena a galimatías? Pido perdón por adelantado si resulta snob hablar de cine infantil en estos términos...


NUEVA-VIEJA ANIMACIÓN: Ice Age 3. Abordemos primero el film "menor" en esta dicotomía. Porque hay que dejarlo claro desde el principio: por muy grande que sea el cariño atesorado hacia estos personajes en sus anteriores films, es inevitable pensar que la cosa ya no da para mucho más... La repetición de la misma fórmula durante tres films es más que suficiente y alguien debería animar a los de Blue Sky a mover ficha hacia nuevos territorios. La cuestión es que Ice Age 3 también hace pensar en otra cosa: su propuesta cinematográfica podría encuadrarse bajo el calificativo de nueva-vieja. Nueva antes que vieja. Y eso no pude ser bueno. Esta manía de tratar al espectador infantil como a un ser con la capacidad de reflexión mermada es algo que el cine actual ha heredado del proceso de desintegración de la animación sufrido durante los 90 y parte de esta época: buscando epatar con el público más infantil (y reventar las taquillas), el nivel del producto se rebaja hasta niveles de franca imbecilidad, dejando la trama y los personajes en una planitud alarmante. Sí, el conjunto es divertido y la incorporación de un nuevo caracter (Buck) aporta algo de frescura y alivia la sensación de "ya he estado aquí"... Pero eso no quita la molesta certeza de que Ice Age 3 hereda lo peorcito de ese nuevo cine de animación empeñado en el perfil intelectual bajo y la pobreza narrativa. El "nuevo" viene antes que el "viejo", sin embargo, porque está claro que la importancia de la producción recae en una novedad buscada por la vía de la técnica: el 3D (justito). La forma por encima del fondo. Y, para colmo de males, la técnica no justifica el desembolso en taquilla... Para echarse unas risas de domingo por la tarde no hacen falta unas gafas de 3D.


VIEJA-NUEVA ANIMACIÓN: Up. Lo último de Pixar, por el contrario, viene a ser el epítome de un modelo de cine de animación que bien podría calificarse como "viejo-nuevo". Lo viejo por encima de lo nuevo. Y esto, de entrada, no tiene por que ser bueno... pero los creadores de Wall-e consiguen darle la vuelta a la tortilla y facturar un film con niveles de lectura suficientes como para satisfacer a niños y adultos, sí, pero también a otros dos segmentos antitéticos: los aficionados al cine palomitero y los pajilleros más bien aficionados a Cahiers du Cinema. Up puede ser disfrutada como cuento infantil alrededor del eterno tema de la búsqueda de los sueños y metas personales... Pero también como cuento infantil (pero menos) con herida sangrante en el costado: como una oda a la resignación, a la necesidad de soltar el lastre del pasado y los recuerdos para poder dirigirse hacia el futuro. Pete Docter y Bob Peterson consiguen que el fondo de la historia se funda con la forma a través de una metáfora visual poderosísima: el empeño de Carl en conducir la casa hacia las cataratas y así cumplir el sueño de su difunta esposa, incluso si es necesario "arrastrarla" como un peso más atado a las espaldas. Si esto fuera poco, la belleza de las imágenes es desbordante (los planos de los primeros minutos del viaje de la casa flotando bajo sus millares de globos multicolores remiten a una arrebatadora calidez impresionista), el ritmo del metraje se despliega con un brío insuperable y los personajes cubren todo un espectro de paradigmas que van desde lo plano al servicio del humor (los perros parlantes, el pajarraco) hasta lo intrincado (Carl) al servicio de un guión casi casi redondo (el desliz hacia la acción gratuita final desluce un poco, sólo un poco, el excepcional arranque).

Y aquí es inevitable pensar en el extenso abismo que separa Up de Ice Age 3. Porque en el film de Docter y Peterson lo viejo prima sobre lo nuevo (un 3D que vuelve a ser prescindible). Y con "viejo" se hace referencia aquí no sólo a unos parámetros "clásicos" de cine con inquietudes de trascendencia, ya sea de animación o no; sino también a un tipo de producto infantil "viejo". Recordemos: mucho antes de la crisis del soporte a finales de los 90, cuando se buscaba el público más amplio posible a través de la banalización de lo tratado, los films de la Disney remitían a un modelo antiguo de cuento infantil. Y es que la palabra "cuento" no tiene por qué ser sinónimo de simplicidad y alegre puerilidad. Cuentos clásicos como La Sirenita o La Cenicienta siempre incluyen pasajes perversos, retorcidos y oscuros. Porque no todo es luz en esta vida... y eso es algo que está bien que los niños aprendan. Está claro que la parte amarga de Up no llega al nivel de traumas como la muerte de la madre de Bambi, pero también está claro que una de las constantes de Pixar es la inclusión en sus films de cierta amargura post-moderna que, sin duda, marcará al espectador infantil. Es inevitable que los niños, al igual que los adultos, se vean asaltados por la tristeza al contemplar el final de el resumen de la vida de Carl y Ellie (un excelente ejercicio de economía narrativa, por otra parte) o al ver la acción final interrumpida por un momento cumbre: cuando el protagonista se ve obligado a "soltar" la casa con tal de poner los pies en el presente y salvar el futuro. Así, en conjunto, queda claro que Up pone lo "viejo" por encima de lo "nuevo" y da más importancia al fondo que a la forma... Pero, con ello, consigue ser mucho más actual y perdurable que su compañera de cartelera, convirtiéndose en un clásico instantáneo.

martes, 18 de agosto de 2009

cine. V.O.S.


Cesc Gay no sabe hacer las cosas de forma normal y corriente... ni incluso cuando se dispone (como novedad en su carrera) abordar un género tan formalista como la comedia. En sus manos, sin embargo, el género se fragmenta y se atomiza como una fórmula de física cuántica explicada a un público de no iniciados. Porque si hay algo que honra a V.O.S. es, precisamente ,su capacidad para resultar metacinematográfica sin la necesidad de dar la espalda a ese público de a pie al que David Lynch (por poner un ejemplo), por mucho que aporten sus digresiones fílmicas, les parece un aburrimiento. Porque se puede ser aventurero y explorador sin necesidad de ser snob y/o aburrido... Y eso es lo que parece que Gay intentan probar por todos los medios.

No es que el director sea totalmente ajeno a las herramientas propias del género: sus obras anteriores no están exentas de ese humor costumbrista que nace en lo cotidiano (En la ciudad y Ficción) o en el descubrimiento de lo extraño (Krámpack). Pero en V.O.S. la comicidad es precisamente el corazón de una trama en el que el vodevil se hace post-modenrno para enseñarnos su tramoya. En un ejercicio de adaptación del original teatral (en el que ya existía este ejercicio de metalenguaje), Cesc Gay ensambla un Frankenstein cinematográfico que le sirve para explorar las entrañas de una comedia à la Woody Allen: un cuerpo argumental repleto de desórdenes urbanos que encuentran su mejor reflejo en una forma fragmentada y desordenada. Los personajes entran y salen de la trama (lo que no es lo mismo que los actores entren y salgan de los personajes, cosa que no pasa en este film) para reflexionar sobre el devenir de su propia historia. Pero, en un divertido juego de espejos, estos personajes no sólo hablan de qué les pasará, sino de cómo les pasará en términos cinematográficos: no sólo discuten la conveniencia de un happy ending (por mucho que no se avenga con lo que "realmente" pasó), sino que incluso hablan de lo enrevesado del orden de las escenas y de la verosimilitud de los (ñoños) lugares comunes del género.

Que nadie piense, por otra parte, que semejante teoría enturbia la trama principal. Para empezar, porque no hay "teoría" entendida como algo farragoso: las discusiones son accesibles y cristalinas en sus presupuestos, capaces de apasionar incluso a quien no sepa lo que es un flash-forward. Pero, sobre todo, porque el argumento es plenamente entendible incluso en el marco que elije Gay: cuatro personajes, un embarazo entre dos amigos, una pareja que se rompe y otra que nace... La historia y, sobre todo, la comicidad que supura son plenamente disfrutables para cualquiera. Y eso sigue probando el principal logro de Cesc Gay: el director prueba y comprueba que la ilusión de realidad en la que se basa el cine ha estado innecesariamente encorsetada durante mucho tiempo. Tradicionalmente, se tiende a pensar que una película es todo aquello que queda dentro del encuadre de la cámara, mientras que ese encuadre se esfuerza por no romper la ilusión de realidad tratando de que lo que muestra nunca se salga de lo que el plan de producción se ha asegurado de "montar" para simular la realidad. En el caso de V.O.S., las fronteras se rompen, los personajes entran y salen de la trama, se te muestran los decorados y el equipo que está filmando la película (¿o deberíamos decir "alumbrando la película" si nos fijamos en ese último plano en el que el equipo abraza a su "retoño"?)... Pero, pese a todo, el argumento se entiende como una ficción cerrada, demostrando que la ficción es algo que se crea en la cabeza del espectador y no entre las cuatro paredes de un encuadre.


viernes, 7 de agosto de 2009

cine. Harry Potter y el misterio del príncipe


La misma cantinela de siempre. Cuando te topas con un film como Harry Potter y el misterio del príncipe es inevitable (en el caso de que te hayas leído los libros) que te sientas tentado de valorar el film desde tres frentes diferentes: 1. Como adaptación literaria, 2. Como película total, o 3. Como espectáculo puro y duro. Y como mi dignidad me impide acercarme a menos de 500 metros a cualquier producto (sí, producto, porque cuando hablamos en estos términos no hay libros y pelis, hay productos literarios y cinematográficos) que lleve la marca de Millenium, al final resulta que he hecho de la serie de Harry Potter mi guilty pleasure particular. Aunque, si he de ser sincero, casi que "me estoy quitando". Será que los últimos libros no me acabaron de apasionar... y las pelis van por el mismo camino. Pero no avancemos acontecimientos: que cualquier tipo de conclusión se extraiga de mi análisis en esas tres partes que mencionaba al principio.

HARRY POTTER Y EL MISTERIO DE ADAPTAR UN LIBRO.
Porque se entiende la putada que tiene que ser que te caiga en las manos un mamotreto de 800 páginas y tengas que resumirlo en hora y media... pero es que hay maneras y maneras. Y la manera en la que NUNCA deberías plantearte una adaptación de un libro a una peli es fusilando escenas para substituirlas por otras totalmente superflúas e inoperantes. Ya no es que se te vayan a tirar encima los friki-fans por haber cambiado el color de la túnica de los alumnos. Esto va más allá. Y es que la decisión de David Yates (y/o su cohorte de guionistas) de incluir escenas surrealistas (¿ese arranque con Harry ligándose a una camarera? ¿Existe algo menos Harry Potter?) y de cambiar el sentido de otras (las variaciones en la escena final, sin Harry impedido de movimiento, también cambian, irremisiblemente, la visión del espectador respecto al protagonista). Y, como colofón, resulta que el film se salta a la torera algo tan vital para la resolución final que está por venir como el pasado de Voldemort (que, de hecho, es la principal gracia del libro), igual que en su momento se saltaron a la torera el pasado de los padres de Harry y colegas. Mi esperanza es que se lo están reservando para las dos últimas película... Pero lo cierto es que es una esperanza chiquitita chiquitita.

HARRY POTTER Y EL FILM COMO FORMA Y FONDO. Hay un misterio que siempre me ha inquietado al respecto de las películas de esta serie: ¿realmente entiende la complejidad de la trama alguien que no haya leído los libros? Y es que, si me lo paro a pensar, poco son los films de la saga que se preocupan por exponer de forma clarificadora los entresijos de un guión intrincado. Hay destellos aquí y allá del argumento original, pero lo cierto es que si dividimos Harry Potter y el misterio del príncipe en dos partes (forma y fondo), no tardaremos en advertir que una está hipermusculada (la forma) en detrimento de la otra (el fondo). Y lo cierto es que sorprende, porque si bien pudiera parecer insuperable la cúspide alcanzada por Alfonso Cuarón en Harry Potter y el prisionero de Azkaban, donde la planificación y estructura de forma y fondo se intrincaba de forma sublime (con leit motivs arrebatadores como la omnipresencia del tiempo, tanto figurada como literalmente), hay que reconocer que el anterior Potter dirigido por Yates mostró una capacidad más que interesante para apañar un equilibrio (si Cuarón lo hacía desde el arte, hay que reconocer que Yates lo hacía desde la artesanía... que no es poco). Así las cosas, si hay alguien que va al cine esperando ver una película total (es decir, una conjunción de forma y fondo que arroje a la luz una historia audiovisual completa y coherente) puede que quede finalmente decepcionado. Y es que, en esta ocasión, a Yates se le ha ido la mano con la forma...

HARRY POTTER Y EL ESPECTÁCULO (NADA) MISTERIOSO. Hay que reconocerlo: la forma de Harry Potter y el misterio del príncipe es espectacular. Yates es capaz de crear escenas sublimes (como la aparición de Narcissa y Bellatrix bajo la lluvia, Dumbledore envuelto en llamas en el lago de los muertos o la posesión infernal en medio de la nieve, con la alumna suspendida en el aire en un momento de tensión plenamente oriental), y eso puede ser suficiente para que se te pase la totalidad del metraje en un suspiro. Pero también es cierto que tanta espectacularidad incurre en uno de los mayores errores del cine palomitero: estructurar el film como una sucesión de espectáculos. Y lo cierto es que una (buena) película no es eso. Es, más bien, el trenzado de ese espectáculo (de forma y fondo) en una estructura mimada y coherente. En esta ocasión, y sin que sirva de precedente, tengo que decirlo: este Harry Potter y el misterio de príncipe no está a la altura de las circunstancias.

miércoles, 5 de agosto de 2009

tv series. Life on Mars


Siempre hay que recurrir al original. Y es que, en esta actualidad televisiva salpicada por la globalización, ya no existen formatos exclusivos: puedes crear una serie de éxito en Corea, que en menos de un año ya se han hecho la versión suiza, inglesa, española e incluso peruana. Eso es lo que ha pasado con Life on Mars, que ha visto cómo en EEUU y España se realizaba adaptaciones alterando (en el caso patrio) la banda sonora y el título de la serie (aquí pasó a llamarse La chica de ayer, en honor al mítico tema de Nacha Pop). Y es que uno de los méritos de la serie original es precisamente sublimar una de las tendencias por excelencia de la nostálgica actulidad audiovisual: en esta era de la venta de bandas sonoras, está claro que la ambientación de muchas películas (y series) que retratan épocas pasadas se apoya de forma sobredimensionada en los temas musicales programados. Pero, por suerte, Life on Mars no se queda en la banda sonora...

La serie narra las aventuras y desventuras de Sam Tyler, un agente de policia de la actualidad que, tras un accidente, se ve transportado a 1973. El choque entre métodos policiales actuales y pretéritos está servido, con su evidente y más que disfrutable carga de comicidad. Pero el verdadero corazón del argumento está en la eterna dicotomía entre conformarse con lo que tienes y te hace feliz o luchar por lo correcto aunque ello comporte grandes cargas de sufrimiento. El omérico dilema de las sirenas revisitado por enésima vez... Aunque, si hay que ser sinceros, en Life on Mars la revisitación funciona como una maquinaria bien engrasada. Tampoco es que sea la serie definitiva, pero hay que reconocer que el balance entre sus logros y sus fracasos acaba decantándose hacia lo positivo. Hay que reconocer que en ocasiones se deja llevar por el lado oscuro de la narratividad mainstream, con concesiones populares que chirrían como chirriarían en cualquier serie policial que pretenda mestizarse con el melodrama de toda la vida.

Pero es que, al fin y al cabo, esas incursiones en la masividad se ven salvadas por dos hechos. El primero, es la inevitable relación de ternura que acabas estableciendo con los personajes; y no sólo con Sam, sino que finalmente acabas rendido a las mieles de Annie (la sirena oficial de la función, siempre cantando para que el protagonista permanezca en los 70) y a la autenticidad de Gene Hunt. El segundo, y más importante, es la capacidad de la serie para realizar escaramuzas hacia una narratividad de mayor complicación y calidad: la mayor parte de capítulos se ven punteados por destellos de genialidad visual y de planificación (el capítulo en el que Sam tiene una sobredosis es excelente), llegando a la cúspide en uno de los finales más polémicos y controvertidos del actual panorama televisivo generalista. Las múltiples lecturas del happy ending final tiñen todo lo visto hasta entonces de un regusto ciertamente disfrutable para paladares elevados. Pero esto no es una apología snob de Life on Mars: la serie es disfrutable a todos los niveles. Para aquellos que busquen acción policial, para los que prefieren la intriga de ciencia ficción, para los gustosos de los romances imposibles... e incluso para los que, como yo, siempre le buscan los tres pies al gato.

martes, 4 de agosto de 2009

cine. ¿Hacemos una porno? Kevin Smith = Autor en suma


Por ahí no se ha dejado de repetir que ¿Hacemos una porno? debería ser el regreso de Kevin Smith. Pero, ¿el regreso a dónde? ¿Alguna vez se fue? Y es que en la errática carrera del director no han habido idas y venidas, sino más bien bajadas y subidas. De la cuesta arriba nada forzada de Clerks y Mallrats a la cima que supuso Chasing Amy... y de allá al raudo descenso a los infiernos de la infumable Jersey Girl. A partir de aquel momento, la industria e incluso el público pareció olvidarse del autor en pos de esa oleada de comedia renovadora que tiene su epicentro en Judd Apatow. Pero, ¿no es precisamente Mallrats un ejemplo de esa nueva proto-comedia plagada de Peter Pans con gustos deliberadamente freaks? ¿No lleva Chasing Amy en la frente la marca de esa comedia en forma de una melancolía nada disimulada? Estas preguntas son precisamente la base sobre la que, desde hace un tiempo, se reivindica a Smith e incluso se insinúa que, tarde o temprano, tendrá que "volver" y reclamar el puesto que le pertenece en esta cohorte de nuevos comediantes. Adelantemos la conclusión final: ¿Hacemos una porno? no significa su regreso por la puerta grande, sino más bien una incursión algo ninja por la puerta de servicio. Y es que lo que rendía de Kevin Smith era su capacidad para ser Kevin Smith. Ahora, más bien parece que el director se conforma en ser un autor en suma de diferentes partes (que, permitidme, voy a diseccionar a continuación)...

SAL GORDA... Culpemos a los Farrelly. Desde el éxito de Algo pasa con Mary, la utilización de la sal gorda (entiéndase la referencia como un compendio del típico caca, culo, pedo, pis... y otras secreciones corporales) se ha convertido en el pasaporte más fiable hacia el éxito de taquilla. La hipertrofia del bajo vientre en detrimento de la musculación del cerebro. Y es aquí, mientras Smith pretende llenar cierta cuota de taquilla (innecesaria), cuando ¿Hacemos una porno? se embarra sin necesidad: la escena del baño de heces es prescindible y de mal gusto, aunque no dudo que hará reir a los tuneros que asistan al cine un domingo por la tarde.

... + NUEVA COMEDIA... Aquí es donde entra Judd Apatow. Los paralelismos son evidentes (treintañeros empeñados en ser quinceañeros en contraposición a buenorras que los hacen "crecer" a golpe de seducción, enredos con tintes freaks, nostalgia ochentera)... Pero hay que tener en cuenta lo dicho con anterioridad: los síntomas de esta nueva comedia norteaméricana ya se habían manifestado en el cine del primer Kevin Smith una década antes de Superbad. Al Papa lo que es del Papa.

... + KEVIN SMITH... Si el director tiene una marca de la casa, esa pasa por unos diálogos impecables (como un Quentin Tarantino con sobredosis de cómics Marvel) y por unas escenas delirantes en lo que confluye lo cotidiano y lo onírico. En ¿Hacemos una porno? hay más de lo primero que de lo segundo: si films como Mallrats o Clerks se sustentan en una sucesión de situaciones inverosímiles pensadas y repensadas (la erección del muerto en Clerks, el saludo con la mano sudada de Mallrats), la última cinta de Smith prefiere hacer ciertas concesiones a la narrativa tradicional (con ese happy ending previsible... pero más que aceptable) en vez de seguir explorando el filón del Smith que nos rindió con sus primeros trabajos. Pero ya se sabe: para medrar en Hollywood tienes que aceptar sus reglas. Recemos para que esa "aceptación" nunca llegue a la "prostitución", tal y como se venía intuyendo en ciertas decisiones (como segundas partes que, el dicho tiene razón, nunca fueron buenas).

... = ¿HACEMOS UNA PORNO? Podría parecer preocupante el hecho de que haya abordado ¿Hacemos una porno? como la suma de diferentes partes de las cuales sólo una sea Kevin Smith. Y es que, al fin y al cabo, es cierto que el film no supone la renovación que se esperaba del director, pero sí que es cierto que, al menos, supone una más que grata recuperación: la dirección de actores vuelve a ser excepcional (con Seth Rogen bordando su papel de siempre y Elizabeth Banks y Justin Long brillando especialmente en sus composiciones), es imposible ponerle "pero" alguno a un guión que cumple lo que promete (diversión mainstream para freaks de corazón) y la dirección recupera la capacidad para bordar algunos momentos brillantes (el cruce de miradas con Hey de Pixies como banda sonora). ¿Qué más se puede pedir? Bueno, sí, sólo una cosa más: que, de cara a su próxima película, tengamos como mínimo dos de tres partes de Kevin Smith. Vamos: que se quite el traje de ninja, salga de nuevo por la puerta de servicio y entre por la puerta grande en la fiesta de Apatow decidido a dictar sus propias reglas. Vestido de pingüino, evidentemente.

miércoles, 22 de julio de 2009

cine. Radio encubierta



A la hora de elegir, si tengo que quedarme con un sentido del humor internacional, me quedo con el británico (por extraño que parezca y por mucho que haya quien me diga que términos como humor y británico son antitéticos). La inagotable cantera de series televisivas de humor como The Office o The IT Crowd prueban que, mientras que en EEUU se recurre (mayormente) a la sal gorda y el mal gusto para hacer reir, en Gran Bretaña se opta por la sutilidad y la mala leche encubierta. Eso no significa, sin embargo, que cuando intentan facturar películas "comerciales" no acaben bordeando lo peor de un cine y otro para acabar en tierra de nadie: la "comedia británica" no ha entregado al mundo films particularmente memorables, pero pensad en las dos Bridget Jones o en Cuatro bodas y un funeral... No eran buenas, no. Pero tampoco malas. Y, sobre todo, entretenían, que es lo que se le presupone a toda comedia "comercial". Pues bien, después de la introducción vamos a lo que nos interesa: Radio encubierta no es buena, no. Pero tampoco mala. Eso sí: si el entretenimiento se midiera del 1 al 10, tendríamos que darle un 11.

Y es que el guión no es gran cosa: partiendo de una excusa histórica (cuando en las radios británcias no se permitía más que un par de horas al día de música popular y proliferaron las emisoras piratas que programaban 24 horas de pop, rock y cualquier género que presentara propuestas estimulantes), el argumento transita los habituales acuerdos y desacuerdos de toda comedia... Hay jovenzuelo enamoradizo que pasa de la adolescencia a la madurez en todos los sentidos (emocional, sexual, familiar e incluso laboral), pero también hay un sueño común por el que luchan todo un conjunto de seres adorables (de los cuales son culpables todo un puñado de actores en estado de gracia, desde Philip Seymour Hoffman hasta Bill Nighy, Rhys Ifans y Emma Thompson). Lo hemos visto mil veces, pero nunca nos cansamos de verlo. Pese a que el esfuerzo de producción a la hora de retratar la época es magnífico, la dirección de Richard Curtis (culpable de otra comedia británica "entretenida" de última hornada: Love Actually) es justita... pero es que nunca se ha necesitado mucho más que una realización correcta para satisfacer los paladares palomiteros. Y si hay que poner algún pero, ese es que el barco de Radio Encubierta acabe en aguas de nadie cuando podría haber aprovechado la oportunidad de tener en su casting a algunos de los nuevos cómicos televisivos más interesantes (Nick Frost de Spaced; Chris O'Dowd y Katherine Parkinson de The IT Crowd) para dar el salto a una "nueva comedia británica" igual que en EEUU celebran las excelencias de esas "nueva comedia americana" a la que se ha llegado impulsándose con un pie puesto en la serie televisiva Freaks & Geeks y en la figura de Judd Apatow. Sea como sea, en ocasiones como Radio Encubierta, cuando no tienes ni un segundo de descanso entre risa y sonrisa, no cabe pensar en "lo que pudo ser", sino que tu única opción es disfrutar de lo que es. Aunque salgas del cine diciendo: "no es buena, no. Pero tampoco mala. Lo importante es que entretiene".

viernes, 3 de julio de 2009

libros. Las Olas. (mis) Constantes de Virginia Woolf

Que nadie me pregunte por qué, pero a la hora de plantearme la lectura de Virginia Woolf, en mi cabeza se estableció un cuarteto de piedra de granito: La Señora Dalloway, Orlando, Al faro y Las Olas... Supongo que el motivo es que, para mí (y desde la ignorancia), estas cuatro novelas eran las "imprescindibles" en la bibliografía de la autora. Y tengo que admitir que, al acabar La Señora Dalloway, ni en mis sueños más oníricos hubiera pensado que Woolf se convertiría en una de mis autoras imprescindibles. De entrada, y pese a la fascinación que empezó a habitar en el reverso de mis ojos (esa fascinación que a veces levanta bajo nuestra piel todo aquello que no entendemos pero en lo que intuímos pura grandeza), no acababa de entender los por qués del encumbramiento de Virginia Woolf. Ahora que, por fin, he acabado de leer Las Olas y, con ella, las cuatro grandes obras de la autora, es inevitable que me rinda a las tres constantes de Woolf que han cambiado para siempre mi forma de concebir la literatura (como lector y como eterno pretendiente a escritor)...


Moments of being. La capacidad de Woolf para suspender la narratividad en un limbo repleto de líquido amniótico es como visualizar un accidente a cámara lenta: casi sin darte cuenta, dejas de respirar. Y es que la pericia de la autora con la pluma es tal que no sólo sublima estos moments of being con los que siempre pretendía captar la ociosidad de la mente humana (algo con lo que, inevitablemente, y pese a la dureza de su lectura, conectas inmediatamente), sino que en ocasiones consigue entrelazarlos con las tramas de forma sublime (el parón en Orlando para evitar abordar "algo demasiado horrible como para ser contado" es magistral). En el caso de Las Olas, podría decirse que es una sucesión de moments of being: un accidente en cadena pasado frame a frame en el que se revelan las pasiones más humanas a través de seis personajes que completan un único y total ser humano en todas sus facetas posibles.

Extirpar al ser humano de la voz narrativa. Una de las principales obsesiones de Woolf era conseguir que sus párrafos estuvieran libres de cualquier tipo de conciencia humana. Es algo que ya había intuído en las digresiones de Orlando y, sobre todo, en el paisajismo mesmerizante de Al Faro. Pero es que en Las Olas esta práctica llega a su cénit, con esos parajes con los que se abre cada capítulo: pura descripción de una naturaleza a la que el transcurrir de las vidas humanas no afecta para nada. Inexorabilidad. Inevitabilidad... Y crueldad, evidentemente. Por mucho que los hombres y las mujeres (los protagonistas) se empeñen en vivir con intensidad, su existencia no pasa de ser una estrella que se extinge en un firmamento imperturbable.

La mente humana, en rodajas. Esta es, sin duda, la constante que más profundamente admiro (y envido) de Virginia Woolf: su capacidad para diseccionar la mente humana en minúsculas láminas es inigualable. Escarba en los personajes en profundidad y, de hecho, podría parecer que a los caracteres de las novelas de Woolf no les ocurre nada en el exterior, pero es que la riqueza de sus vivencias interiores es de una exhuberancia abrumadora. Puede que esa relación exterior / interior alcance sus más altas cotas en Orlando, pero está claro que, en Las Olas, Woolf no se contenta con ligarlas de forma intrincada, sino que, además, entrelaza esas vivencias y psicologías con el cosmos imperturbable y al paso del tiempo como fuerza devoradora. Cada uno de los personajes representa un lado de las poliédricas psiques femenina (vanidad, dedicación al rol tradicional femenino y poetización lunática) y masculina (superficialidad, flema artística y aplicación materialista)... Al ensamblarlo, el panorama de la rugosa psicología humana desborda al lector. Hasta que consigues sobreponerte y te rindes: larga vida a Virginia Woolf.

miércoles, 1 de julio de 2009

cine. Star Trek XI


Parecía complicada, de entrada, la tarea de J.J. Abrams al abordar el mundo de Star Trek. Por diversos motivos... Para empezar, porque este director/guionista/demiurgo cada vez se pone el listón más alto a la hora de confabular mundos cerrados de una vastedad inabarcable: Abrams se ha especializado en facturar cosmos intrincados en los que las leyes narrativas de la televisión, el cine y, sí, también los cómics, confluyen con una (falsa) naturalidad pasmosa y arrebatadora. Puro inter-texto que ahora se revela igual de inteligente al fagocitar un material existente y, simple y llanamente, darle la vuelta. Pero el motivo principal por el que parecía complicado el abordaje de Abrams al mundo trekkie era porque, de entrada, el director se había declarado un fan templado de la saga (vamos, que no era un friki que se supiera de memoria los cambios de corte de pelo de Uhura en la serie original)... Todos los fans con los ojos como platos y las uñas fuera. ¿Que la décimo primera película de su saga estaba en manos de un profano? Visto lo visto, era lo mejor que podía pasar.

Y no sólo porque el argumento se haya tratado desde el mejor punto que se puede tratar (algo de lo que hablaremos más adelante), sino porque Abrams ha sabido transformar el formato original de capítulos (de una hora con una estructura y un ritmo televisivos) en un film con todas las de la ley: dos horas de celuloide salpicado de sudor y speed (pensad mal y acertaréis). El ritmo híper musculado de Star Trek XI es algo así como un matrimonio en Las Vegas entre la tradición de la serie original y la marca de fábrica de J.J. Abrams, con sus habituales sprints argumentales, la espectacularidad de la ciencia ficción tratada con cargas de realidad extrema... La capacidad del director para plasmar otros mundos supurantes de fantasía sin despegar los pies de la tierra que tú y yo conocemos es, sin duda, su mejor carta. Un jocker en toda regla. Y más si lo conjuga con un cásting acertadísimo (lo de Zachary Quinto va a pasar a la historia) y un diseño de producción eficaz pero temperado, a medio camino entre la producción hollywoodiense y el espíritu de Serie B.

Mención aparte al retruécano argumental que, sin duda, es lo más acertado del acercamiento de Abrams a Star Trek. ¿Cuál es la mejor opción cuando te planteas un Año 0 para una serie con tanto background? ¿Un remake? ¿Una precuela? Ni corto ni perezoso, Abrams (y su efectivo equipo de guionistas) arrancan la trama como si de una precuela se tratara para que, a mitad del metraje, choques de frente con la realidad... Hacía rato que había cosas que no te cuadraban, pero es que ahora ya es seguro: esto no es una precuela, es una dimensión paralela, una línea temporal probable si las cosas hubieran sido de otro modo en la historia de Kirk y Spock. Y lo mejor es que el argumento se cierra de forma inteligente, sutil y, sobre todo, accesible para los no iniciados... pero deliciosa para los fans. No diré nada más para no caer en spoilers innecesarios. Sólo un consejo: si eres trekie, seguro que ya has visto el film y tienes miles de críticas (dependerá de tu nivel de frikismo). Pero si no eres trekie, corre igualmente al cine y hazte fan de esta nueva línea temporal que, espero, tendrá continuidad. Larga vida y prosperidad a Abrams al frente de la nueva saga de Star Trek (y esto lo digo haciendo con la mano el típico saludo vulcaniano).

miércoles, 10 de junio de 2009

cine. El vuelo del globo rojo


Cuando el año pasado reseñé Las horas del verano, no sabía que aquel film traería esta cola... Hace poco lo resucitaba al hablar de Un cuento de Navidad. Y ahora toca revisitarla de nuevo a la hora de poner bajo la lupa a El vuelo del globo rojo. El motivo, en este caso, remite más a la coyuntura que al espíritu (como sucedía en la cinta de Desplechin): como en aquella ocasión, el film de Hou Hsiao-Hsien nace de un encargo de cuatro cortos que realizó el museo de Orsay a cuatro cineastas (dos de los cuales nunca salieron adelante y los otros dos han acabado siendo los largos mencionados). El leit motiv debía ser el arte y el propio museo, pero mientras que Las horas del verano optaba por un discurso con los pies en la tierra (centrado en el concepto de herencia, tanto artística como familiar), El vuelo del globo rojo se eleva hacia alturas mucho más alegóricas y poéticas. Aunque su argumento se ancla en la realidad de forma aplastante (de hecho, no hay mejor ancla en la realidad que el rotundo personaje de Juliette Binoche), es de recibo reconocer que, por momentos, Hsiao-Hsien peca de excesiva volatidad y ambigüedad a la hora de plantear sus alegorías: está claro que la ambigüedad y la volatilidad son la base de toda buena poesía... siempre y cuando el texto te tienda lazos suficientes a los que aferrarte para adentrarte en el terreno brumoso en el que se esconden las respuestas.

El problema con El vuelo del globo rojo es que, al llegar a los títulos de crédito, no sabes si la fascinante poética visual del film arropa un interior cálido y rico o, simple y llanamente, maquilla un ejercicio de estilo algo vacío. Puestos a buscarle las cosquillas al film, no es difícil encontrar bajo la superficie un doble choque frontal entre contrarios. Para empezar, es evidente la colisión entre cultura occidental y oriental, no sólo en el estilo del director (delatando una línea de herencia que va desde la Nouvelle Vague al nuevo cine oriental tan bien encarnado por directores como Tsai Ming-Liang), sino en el personaje de la niñera y la madre del niño protagonista. Esto entronca directamente con el segundo accidente, el que surge del encuentro entre dos formas de entender la vida: la artística/cultural y la mundana. El niño y su niñera parecen flotar en diferentes capas de irrealidad poética, elevando el encuadre al nivel de las nubes; pero la madre, igualmente volcada en su categoría artística (el teatro de marionetas), es la encargada de poner pesos sobre el objetivo de la cámara y sobre la vida de los demás: cada vez que aparece en escena, una roca de realidad aplastante cae sobre la trama. De esta forma, siempre entre dos aguas, es fácil ver el engaño de los absolutos: ni la vida artística tiene necesidad de ser tan bohemia y difusa, ni la vida real tiene que ser cercenada de pequeñas (o grandes) fugas de arte.

Sea como sea, y como lo arriba escrito nunca sabremos si es real o pura invención conspiranoica de quien escribe, es mejor aferrarse a los hechos. Y el hecho incontestable, en este caso, es que Hou Hsiao-Hsien consigue convertir su film en un fantasmagórico y fascinante juego de espejos en el que habla de la transmisión cultural entre formatos (¿existe algo más post-moderno?): el globo rojo como objeto está presente en el cortometraje original (la película nace a partir de El globo rojo, un corto de 1956 dirigido por Albert Lamorisse), en el propio film, en la cinta experimental que rueda la niñera oriental y en el cuadro que los niños visitan en el Museo de Orsay. La imagen se repite como un fantasma culterano que diserta sobre el trasvalse entre medios de representación cultural. Y aquí, y no en la poética difusa, es donde está el verdadero punto fuerte de El vuelo del globo rojo.

martes, 26 de mayo de 2009

tv series. Big Love


Es inevitable que, una vez te ha marcado algo (una serie, un libro, una peli, un cómic), busques "substitutos", "continuadores", "herederos"... En ocasiones, la tarea se revela como ligeramente cansina (¿los sucesores de Arcade Fire? ¿el heredero de David Lynch?). Pero, en otro momentos, esa relación de continuidad se revela natural, sin sobresaltos ni necesidad de aplicar ningún tipo de fuerza externa. Es lo que pasa, por ejemplo, con Big Love y Six Feet Under (A dos metros bajo tierra). Cualquier podrá responderme que no tienen nada que ver... y tendré que darle la razón. Pero es que lo que une estas dos series es ese torrente de emociones familiares (entre los personajes y desde el espectador hacia lo que ve en la pantalla), la sensibilidad con la que la cámara se acerca a lo explicado y el tempo sosegado con el que escarva en las personalidades de los caracteres principales (por mucho que ese sosiego se vea contrapuesto a capítulos realmente vertiginosos).

La excepcionalidad que en Six Feet Under surgía de la funeraria y sus periferias, aquí viene proporcionada por el nido familiar polígamo en el que se centra Big Love: un marido, tres mujeres, siete hijos, tres casas y un jardín común. También hay una tienda que el protagonista intenta convertir en una franquicia... Y, en contraposición a la familia central, existe toda una comuna polígama en la que el integrismo religioso está a la orden del día; y un falso profeta que utiliza su cargo para manipular y extorsionar. Ambos espacios, inicialemente antitéticos, se trenzan a través de inquietantes puntos en común (la poligamía y Los Principios, básicamente) y se separan en ambigüedades, en la letra pequeña (que, evidentemente, siempre es la más importante). De esta forma, todo un conjunto de tramas y subtramas van evolucionando con sutilidad, sin extraños golpes de guión ni irregularidades inverosímiles. No, pese a que no puede existir nada más lejano a tu propia cultura (y religión, si aún la tienes), el mundo de Big Love se presenta ante tus ojos como un mazacote sólido, sin fisuras e incluso con numerosas partes de cristal en las que no es difícil verte reflejado. Se agradece, por ejemplo, que incluso en los momentos en los que las tramas rozan los habituales happy endings, una realización fuerte (y magistral en determinados episodios) pone pesos en los pies de los acontecimientos, devolviéndolos al mismo suelo que pisamos tu y yo.

Mención aparte merecen los actores. Inmensos. Empezando por Bill Paxton (interpretando a Bill Henrickson) y su sublime encarnación de una especie de macho alfa con problemas de identidad y, sobre todo, con dilemas éticos diversos... Y acabando por las magníficas tres esposas: Ginnifer Goodwin (encarnando a Margie, la más jóven de las mujeres de Bill, inmersa en una situación que requiere una madurez que va asoliendo poco a poco), Chloë Sevigny (como Nicky, la esposa más integrista y religiosa, lo que no impide que, en una maravillosa deriva argumental, también sea una consumista compulsiva) y, sobre todo, una arrebatadora Jeanne Tripplehorn (como la primera esposa, Barb: el aglutinador del nido familiar, alguien que tiene que preservar esta extraña unidad familiar pese a que no cree en ella). Los secundarios no tienen desperdicio tampoco, de tal forma que alimentan la trama principal de forma rica y decisiva, tal y como pasa con la madre de Bill, los hijos más mayores de la triple familia, el falso profeta o su espeluznante hijo de este último. En general, conforman un apasionante mosaico tejido con mimo y elegancia. Y, sobre todo, con una verosimilitud vibrante que, al final de la primera temporada, te deja extenuado sobre el sofa... Como si te hubieran cortado un brazo o algo parecido. Por favor, ¡que me lo devuelvan con la segunda temporada!