martes, 9 de diciembre de 2008

cine. Las horas del verano


Olivier Assayas. Ese gran desconocido. O, al menos, para mí. Claro que había oído hablar de Demonlover (2002) y, sobre todo, de Finales de agosto, principios de septiembre (1998). Pero tengo que admitir que no pasé por el cine para ver ninguna de las dos (de hecho, ahora mismo no recuerdo si Demonlover llegaron a estrenarla por aquí). Sea como sea, el apellido de Assayas se quedó clavado en mi memoria cuando galardonaron la actuació de Maggie Cheung en Cannes gracias al film Clean (2004), de este mismo director. Entonces se levantó cierto revuelo porque se suponía que Cheung debería haber estado en 2046, la peli de Wong Kar-Wai que se fue del festival con las manos vacías. Pero, sea como sea, Clean tampoco se estrenó nunca en nuestro país... así que toca hablar de Las horas del verano. Y "toca" por muchas cosas. Pero, sobre todo, porque es caramelito fabricado a partir de celuloide y de esa sensibilidad afrancesada de que la siempre he sido fan irredento (para disgusto de muchos que han tenido que soportar mis disertaciones al respecto).

Para empezar, Las horas del verano es la heredera incuestionable de Mi estación preferida (1993) de André Techiné. La relación entre ambos films no es azarosa: no sólo lo ha reconocido en diversas entrevistas, sino que Assayas ya colaboró en el guión de films de este mismo director, tal y como Alice y Martin (1998) o Rendez-vous (1985). La premisa es similar: varias generaciones de una familia que se reúnen alrededor de una mesa en el entorno idílico de una casa de campo invadida por el verde del paisaje exterior y la melancolía del pasaje interior. Mi estación preferida acaba con esta comida, pero Las horas del verano arranca precisamente con este encuentro forzado entre distintos estratos generacionales de una misma familia. A partir de ahí, en vez de ahondar en los claroscuros de ese árbol genealógico, directamente Assayas prefiere dejar que se revelen por sí solos al contrastarlos con una trama en la que lo importante es cómo pasa un legado (cuadros y objetos artísticos de elevado valor) de las manos que lo atesoraron a unas manos mucho menos interesadas por la significación artística que por el valor material.

De esta forma, el discurso de Assayas se escinde en dos semi-discursos apasionantes (por mucho que, a tenor del ritmo de la película, muchos me reprochen utilizar un adjetivo como "apasionante"): por una parte, se trata el cambio de un mundo antiguo en disolución hacia un mundo nuevo con unos valores completamente diferentes (aunque en el que parece latir cierta esperanza, tal y como se observa en la obstinación del hijo mayor o en la devastadora fiesta final perpetrada por los adolescentes de la familia en esa casa a la que se le ha despojado de todo ); y, por otra parte, nos habla de la ambigüedad conceptual que comporta todo acto artístico (¿está más vivo un objeto a la vista de todo el mundo en un museo o, precisamente, en la casa de alguien que lo atesora y lo mima como un objeto personal?). Pero que nadie se engañe a este respecto: a diferencia de otros films que también abordan la cuestión artística, Assayas es capaz de dejar al descubierto un corazón cálido y emocional (y, muchas veces, a través de imágenes simples pero poderosamente evocativas, como ese teléfono que nunca salió de su caja). Más cálido y emocional si cabe al contrastarse con una puesta en escena delicada pero gélida. Pero, ¿desde cuándo le hecho yo un feo a los films gélidos? ¿Y, sobre todo, a los films gélidos franceses?

1 comentario:

SIL dijo...

A mí me encanto. Preciosa.