martes, 26 de mayo de 2009

tv series. Big Love


Es inevitable que, una vez te ha marcado algo (una serie, un libro, una peli, un cómic), busques "substitutos", "continuadores", "herederos"... En ocasiones, la tarea se revela como ligeramente cansina (¿los sucesores de Arcade Fire? ¿el heredero de David Lynch?). Pero, en otro momentos, esa relación de continuidad se revela natural, sin sobresaltos ni necesidad de aplicar ningún tipo de fuerza externa. Es lo que pasa, por ejemplo, con Big Love y Six Feet Under (A dos metros bajo tierra). Cualquier podrá responderme que no tienen nada que ver... y tendré que darle la razón. Pero es que lo que une estas dos series es ese torrente de emociones familiares (entre los personajes y desde el espectador hacia lo que ve en la pantalla), la sensibilidad con la que la cámara se acerca a lo explicado y el tempo sosegado con el que escarva en las personalidades de los caracteres principales (por mucho que ese sosiego se vea contrapuesto a capítulos realmente vertiginosos).

La excepcionalidad que en Six Feet Under surgía de la funeraria y sus periferias, aquí viene proporcionada por el nido familiar polígamo en el que se centra Big Love: un marido, tres mujeres, siete hijos, tres casas y un jardín común. También hay una tienda que el protagonista intenta convertir en una franquicia... Y, en contraposición a la familia central, existe toda una comuna polígama en la que el integrismo religioso está a la orden del día; y un falso profeta que utiliza su cargo para manipular y extorsionar. Ambos espacios, inicialemente antitéticos, se trenzan a través de inquietantes puntos en común (la poligamía y Los Principios, básicamente) y se separan en ambigüedades, en la letra pequeña (que, evidentemente, siempre es la más importante). De esta forma, todo un conjunto de tramas y subtramas van evolucionando con sutilidad, sin extraños golpes de guión ni irregularidades inverosímiles. No, pese a que no puede existir nada más lejano a tu propia cultura (y religión, si aún la tienes), el mundo de Big Love se presenta ante tus ojos como un mazacote sólido, sin fisuras e incluso con numerosas partes de cristal en las que no es difícil verte reflejado. Se agradece, por ejemplo, que incluso en los momentos en los que las tramas rozan los habituales happy endings, una realización fuerte (y magistral en determinados episodios) pone pesos en los pies de los acontecimientos, devolviéndolos al mismo suelo que pisamos tu y yo.

Mención aparte merecen los actores. Inmensos. Empezando por Bill Paxton (interpretando a Bill Henrickson) y su sublime encarnación de una especie de macho alfa con problemas de identidad y, sobre todo, con dilemas éticos diversos... Y acabando por las magníficas tres esposas: Ginnifer Goodwin (encarnando a Margie, la más jóven de las mujeres de Bill, inmersa en una situación que requiere una madurez que va asoliendo poco a poco), Chloë Sevigny (como Nicky, la esposa más integrista y religiosa, lo que no impide que, en una maravillosa deriva argumental, también sea una consumista compulsiva) y, sobre todo, una arrebatadora Jeanne Tripplehorn (como la primera esposa, Barb: el aglutinador del nido familiar, alguien que tiene que preservar esta extraña unidad familiar pese a que no cree en ella). Los secundarios no tienen desperdicio tampoco, de tal forma que alimentan la trama principal de forma rica y decisiva, tal y como pasa con la madre de Bill, los hijos más mayores de la triple familia, el falso profeta o su espeluznante hijo de este último. En general, conforman un apasionante mosaico tejido con mimo y elegancia. Y, sobre todo, con una verosimilitud vibrante que, al final de la primera temporada, te deja extenuado sobre el sofa... Como si te hubieran cortado un brazo o algo parecido. Por favor, ¡que me lo devuelvan con la segunda temporada!

miércoles, 13 de mayo de 2009

cine. Un cuento de Navidad (primera vez)


Situémonos en el tiempo y en el espacio. Tiempo: allá por el estreno de La mala educación. Espacio: una de las salas del Renoir Floridablanca. Tiempo más concreto todavía: justo en los títulos de crédito de la película de Almodóvar. Mientras yo utilizaba esos créditos para re-pensar lo poco que había que pensar sobre ese film, justo a mis espaldas dos culturetas tenían una conversción que llegaba a su cúspide con la siguiente frase: "no sé, tengo que volver a verla para acabar de entenderla del todo". Mi reacción primaria y algo animal era saltar una fila, abofetear al autor de la frase y gritarle delante de todo el mundo si era capaz de entender un capítulo de Barrio Sésamo o si también necesitaba verlo dos veces.

Que nadie piense que soy un talibán cinematográfico o algo así, no. Vale que puedo ser muy radical cuando quiero, pero esto es de sentido común: para "entender" un film ha de bastar un único visionado. Si no, algo mal ha hecho el director. En todo caso, puedo aceptar que se quieran futuros visionados del film para entender y cerrar los discursos periféricos... Y eso es lo que pasa, por ejemplo, con Un cuento de Navidad de Arnaud Desplechin. Creo que es de las pocas ocasiones en las que he salido del cine implorando por un segundo vistazo. Pero no un segundo visionado para entender el film (que se entiende perfectamente), sino para disfrutar plenamente ese envoltorio de mil capas intelectuales y filosóficas con las que el director arropa a su criatura (una criatura, todo sea dicho, nacida con cara de viejo y la seriedad en el semblante... Y que conste que esto puede parecer algo negativo, pero no lo es).

Lo que sí que se entiende a la primera. Un cuento de Navidad es una historia de reunión familiar pluscuamperfecta, con las corrientes de hostilidad mal disimulada corriendo por debajo de la mesa. Pero Desplechin no se anda con tonterías ni remilgos: desde los primeros minutos del metraje pone sobre la mesa la enfermedad de la matriarca, la cura de la cual pasa por una donación de médula de algún familiar directo. A partir de allá, y durante los festejos navideños, empieza una caza de brujas a la búsqueda del donante perfecto... Resultando que las posibilidades se reducen al hijo "oveja negra" (expulsado legalmente del seno familiar por su propia hermana) y al nieto (hijo de la misma hermana que expulsó a la "oveja negra"). La celebraciones, evidentemente, se verán iluminadas por una luz que, a modo de un estrobo particularmente esquizofréncio, pasará de la luz cegadora del amor incondicional a la oscuridad total del odio gélido (la conversación entre madre e hijo sobre los motivos por los que no se quieren el uno al otro es, desde ya, uno de los momentos imprescindibles de la historia del cine). Todo rodado con una maestría y una depuración que destila y sublima el concepto de "tranche de vie". Pero, sobre todo, Un cuento de Navidad está rodado con un brío en las antípodas de la dulzura remolona de Las horas del verano (y, de nuevo, la comparación no es negativa): casi se puede hablar de frenesí mientras los caminos familiares se entrecruzan formando cortocircuitos de los que surgen chispas con más frecuencia de lo normal.

Lo que no se entiende a la primera. Desplechin es de todo menos un "nuevo director", pero lo cierto es que se podría considerar que está dentro de las nuevas generaciones de cineastas franceses de las últimas décadas. Por eso sorprende (o no tanto, si consideramos que Francia sigue siendo uno de los pocos bastiones en los que la cultura puede enfrentarse cara a cara al entretenimiento en el campo de batalla habitual) que Un cuento de Navidad sea un conglomerado en el que el cemento se ha preparado a base de diferentes ingredientes de alta cultura: música, literatura, teatro, filosofía... y, claro, más cine todavía. Siempre explorando los puntos de contacto entre las diferentes disciplinas, enriqueciendo unas con otras, buscando (y consiguiendo) un cine total. El único problema es que este plus de alta cultura cuesta digerirlo en un primer visionado (es lo que tienen las citas de Nietzsche). Así que, por una vez, soy yo el que reconoce que necesita una segunda oportunidad para, una vez entendida la película, acabar de disfrutar sus periferias. Así que preparáos: en un tiempo, llegará un post llamado "Un cuento de navidad (segunda vez)".

lunes, 11 de mayo de 2009

cómic. El amor duele


Juro y perjuro que lo intenté. Por mi pasado post-adolescent de aficionado al manga... Porque Paradise Kiss me flipó en su momento... Por mi gusto por el melodrama por muy teen que sea... Y porque, en general, me lo recomendaron de diferentes fuentes... Pero, al final, mi idilio con Nana de Ai Yazawa duro un tomo y medio. De hecho, no conseguí pasar del cuarto tomo. Incluso me daba algo de vergüenza ir a comprarlo a la tienda. Un tiempo después, llega hasta mis manos el recopilatorio de historias cortas de Kiriko Nananan y entiendo por qué acabé algo cansado de Nana. El motivo principal es que aquello era un juego de niños que, a diferencia de los personajes de Nananan, parecían ignorar algo tan básico, algo que se aprende con los palos que te da la vida, algo como que... el amor duele.

La relación mental que me viene a la cabeza después de leer El amor duele tampoco es tan marciana: el estilo gráfico de Nananan adolece grandes puntos en común con el de Yazawa. Las páginas de este cómic también están repletas de cuerpos estilizados hasta el límite de juguetear en la línea que separa la delgadez del esperpento, además de ser cuerpos engalanados con un gusto estético refinado pero supurante de modernez nipona. Es cierto que El amor duele se ve habitado, también, por una especial querencia hacia el mal de amores de los veinteañeros (por mucho que lo de Yazawa se circunscriba mayormente en el campo de batalla emocional de los pre-veinteañeros). Pero los puntos de contacto entre las dos autoras se acaban aquí. Y es que donde Yazawa necesita trescientos tomos (¿por cuál van en Japón?) para desarrollar una trama vertical sin ningún tipo de interés (al fin y al cabo, es un poco Sensación de vivir: ¿quién no se ha enrollado con quién?), Nananan consigue diseccionar en horizontal los sentimientos agridulces de sus personajes: le bastan unas 8 o 10 páginas por historia para conformar un retrato fidedigno de lo que significa enfrentarse a los estregos que deja el amor a su paso.

Los veintitrés capítulos de El amor duele son historias inconexas que nada tienen que ver unas con otras. Pero así, puestas una detrás de otra, parecen conformar un fresco gigantesco, en blanco y negro, en el que un pintor especialmente dotado ha plasmado las relaciones amorosas sin salirse ni un ápice del estilo hiper-realista. Y no lo digo por la forma, por el trazo típicamente manga. Sino por el fondo: un fondo delicioso que cualquiera que sobrepase los 25 años y tenga más de dos muescas en su corazón sabrá apreciar.