lunes, 14 de septiembre de 2009

cine. Nueva vieja animación: Up / Ice Age 3

Hace más de una década se suponía que el 3D iba a ser la revolución de la animación... y acabó, más bien, cavando su tumba (el cierre de los estudios Disney de animación "tradicional" pareció ser la escritura del epitafio en este proceso, por mucho que luego los reabrieran). Hace no demasiado, con motivo del estreno de Up, leí en algún sitio que "el 3D iba a ser la revolución de la animación". Y tuve un deja-vu. Pero, ¿no habíamos pasado ya por esto? Tardé unos segundos en darme cuenta de que el 3D al que se refería el texto no era el 3D de hace unos años. Esto es nuevo. O no. Es el 3D de las gafitas y los sustos en las sillas. A día de hoy, todos ya habremos visto una o dos pelis con esta tecnología y la gran mayoría habremos soltado varios "no es para tanto". Pero reconozcamos que dos de las películas "avanzadilla" de esta técnica (hasta que llegue el Avatar de Cameron y mande todo lo previo a tomar por saco), Up y Ice Age 3, han puesto sobre el tapete un tema de discusión más que interesante: ¿qué es nuevo y qué es viejo en este ultimísimo cine en 3D? Permitidme decir, de entrada, que Up es un viejo-nuevo film de animación, mientras que Ice Age 3, por el contrario, es más bien un nuevo-viejo film de animación. ¿Que esto suena a galimatías? Pido perdón por adelantado si resulta snob hablar de cine infantil en estos términos...


NUEVA-VIEJA ANIMACIÓN: Ice Age 3. Abordemos primero el film "menor" en esta dicotomía. Porque hay que dejarlo claro desde el principio: por muy grande que sea el cariño atesorado hacia estos personajes en sus anteriores films, es inevitable pensar que la cosa ya no da para mucho más... La repetición de la misma fórmula durante tres films es más que suficiente y alguien debería animar a los de Blue Sky a mover ficha hacia nuevos territorios. La cuestión es que Ice Age 3 también hace pensar en otra cosa: su propuesta cinematográfica podría encuadrarse bajo el calificativo de nueva-vieja. Nueva antes que vieja. Y eso no pude ser bueno. Esta manía de tratar al espectador infantil como a un ser con la capacidad de reflexión mermada es algo que el cine actual ha heredado del proceso de desintegración de la animación sufrido durante los 90 y parte de esta época: buscando epatar con el público más infantil (y reventar las taquillas), el nivel del producto se rebaja hasta niveles de franca imbecilidad, dejando la trama y los personajes en una planitud alarmante. Sí, el conjunto es divertido y la incorporación de un nuevo caracter (Buck) aporta algo de frescura y alivia la sensación de "ya he estado aquí"... Pero eso no quita la molesta certeza de que Ice Age 3 hereda lo peorcito de ese nuevo cine de animación empeñado en el perfil intelectual bajo y la pobreza narrativa. El "nuevo" viene antes que el "viejo", sin embargo, porque está claro que la importancia de la producción recae en una novedad buscada por la vía de la técnica: el 3D (justito). La forma por encima del fondo. Y, para colmo de males, la técnica no justifica el desembolso en taquilla... Para echarse unas risas de domingo por la tarde no hacen falta unas gafas de 3D.


VIEJA-NUEVA ANIMACIÓN: Up. Lo último de Pixar, por el contrario, viene a ser el epítome de un modelo de cine de animación que bien podría calificarse como "viejo-nuevo". Lo viejo por encima de lo nuevo. Y esto, de entrada, no tiene por que ser bueno... pero los creadores de Wall-e consiguen darle la vuelta a la tortilla y facturar un film con niveles de lectura suficientes como para satisfacer a niños y adultos, sí, pero también a otros dos segmentos antitéticos: los aficionados al cine palomitero y los pajilleros más bien aficionados a Cahiers du Cinema. Up puede ser disfrutada como cuento infantil alrededor del eterno tema de la búsqueda de los sueños y metas personales... Pero también como cuento infantil (pero menos) con herida sangrante en el costado: como una oda a la resignación, a la necesidad de soltar el lastre del pasado y los recuerdos para poder dirigirse hacia el futuro. Pete Docter y Bob Peterson consiguen que el fondo de la historia se funda con la forma a través de una metáfora visual poderosísima: el empeño de Carl en conducir la casa hacia las cataratas y así cumplir el sueño de su difunta esposa, incluso si es necesario "arrastrarla" como un peso más atado a las espaldas. Si esto fuera poco, la belleza de las imágenes es desbordante (los planos de los primeros minutos del viaje de la casa flotando bajo sus millares de globos multicolores remiten a una arrebatadora calidez impresionista), el ritmo del metraje se despliega con un brío insuperable y los personajes cubren todo un espectro de paradigmas que van desde lo plano al servicio del humor (los perros parlantes, el pajarraco) hasta lo intrincado (Carl) al servicio de un guión casi casi redondo (el desliz hacia la acción gratuita final desluce un poco, sólo un poco, el excepcional arranque).

Y aquí es inevitable pensar en el extenso abismo que separa Up de Ice Age 3. Porque en el film de Docter y Peterson lo viejo prima sobre lo nuevo (un 3D que vuelve a ser prescindible). Y con "viejo" se hace referencia aquí no sólo a unos parámetros "clásicos" de cine con inquietudes de trascendencia, ya sea de animación o no; sino también a un tipo de producto infantil "viejo". Recordemos: mucho antes de la crisis del soporte a finales de los 90, cuando se buscaba el público más amplio posible a través de la banalización de lo tratado, los films de la Disney remitían a un modelo antiguo de cuento infantil. Y es que la palabra "cuento" no tiene por qué ser sinónimo de simplicidad y alegre puerilidad. Cuentos clásicos como La Sirenita o La Cenicienta siempre incluyen pasajes perversos, retorcidos y oscuros. Porque no todo es luz en esta vida... y eso es algo que está bien que los niños aprendan. Está claro que la parte amarga de Up no llega al nivel de traumas como la muerte de la madre de Bambi, pero también está claro que una de las constantes de Pixar es la inclusión en sus films de cierta amargura post-moderna que, sin duda, marcará al espectador infantil. Es inevitable que los niños, al igual que los adultos, se vean asaltados por la tristeza al contemplar el final de el resumen de la vida de Carl y Ellie (un excelente ejercicio de economía narrativa, por otra parte) o al ver la acción final interrumpida por un momento cumbre: cuando el protagonista se ve obligado a "soltar" la casa con tal de poner los pies en el presente y salvar el futuro. Así, en conjunto, queda claro que Up pone lo "viejo" por encima de lo "nuevo" y da más importancia al fondo que a la forma... Pero, con ello, consigue ser mucho más actual y perdurable que su compañera de cartelera, convirtiéndose en un clásico instantáneo.

martes, 18 de agosto de 2009

cine. V.O.S.


Cesc Gay no sabe hacer las cosas de forma normal y corriente... ni incluso cuando se dispone (como novedad en su carrera) abordar un género tan formalista como la comedia. En sus manos, sin embargo, el género se fragmenta y se atomiza como una fórmula de física cuántica explicada a un público de no iniciados. Porque si hay algo que honra a V.O.S. es, precisamente ,su capacidad para resultar metacinematográfica sin la necesidad de dar la espalda a ese público de a pie al que David Lynch (por poner un ejemplo), por mucho que aporten sus digresiones fílmicas, les parece un aburrimiento. Porque se puede ser aventurero y explorador sin necesidad de ser snob y/o aburrido... Y eso es lo que parece que Gay intentan probar por todos los medios.

No es que el director sea totalmente ajeno a las herramientas propias del género: sus obras anteriores no están exentas de ese humor costumbrista que nace en lo cotidiano (En la ciudad y Ficción) o en el descubrimiento de lo extraño (Krámpack). Pero en V.O.S. la comicidad es precisamente el corazón de una trama en el que el vodevil se hace post-modenrno para enseñarnos su tramoya. En un ejercicio de adaptación del original teatral (en el que ya existía este ejercicio de metalenguaje), Cesc Gay ensambla un Frankenstein cinematográfico que le sirve para explorar las entrañas de una comedia à la Woody Allen: un cuerpo argumental repleto de desórdenes urbanos que encuentran su mejor reflejo en una forma fragmentada y desordenada. Los personajes entran y salen de la trama (lo que no es lo mismo que los actores entren y salgan de los personajes, cosa que no pasa en este film) para reflexionar sobre el devenir de su propia historia. Pero, en un divertido juego de espejos, estos personajes no sólo hablan de qué les pasará, sino de cómo les pasará en términos cinematográficos: no sólo discuten la conveniencia de un happy ending (por mucho que no se avenga con lo que "realmente" pasó), sino que incluso hablan de lo enrevesado del orden de las escenas y de la verosimilitud de los (ñoños) lugares comunes del género.

Que nadie piense, por otra parte, que semejante teoría enturbia la trama principal. Para empezar, porque no hay "teoría" entendida como algo farragoso: las discusiones son accesibles y cristalinas en sus presupuestos, capaces de apasionar incluso a quien no sepa lo que es un flash-forward. Pero, sobre todo, porque el argumento es plenamente entendible incluso en el marco que elije Gay: cuatro personajes, un embarazo entre dos amigos, una pareja que se rompe y otra que nace... La historia y, sobre todo, la comicidad que supura son plenamente disfrutables para cualquiera. Y eso sigue probando el principal logro de Cesc Gay: el director prueba y comprueba que la ilusión de realidad en la que se basa el cine ha estado innecesariamente encorsetada durante mucho tiempo. Tradicionalmente, se tiende a pensar que una película es todo aquello que queda dentro del encuadre de la cámara, mientras que ese encuadre se esfuerza por no romper la ilusión de realidad tratando de que lo que muestra nunca se salga de lo que el plan de producción se ha asegurado de "montar" para simular la realidad. En el caso de V.O.S., las fronteras se rompen, los personajes entran y salen de la trama, se te muestran los decorados y el equipo que está filmando la película (¿o deberíamos decir "alumbrando la película" si nos fijamos en ese último plano en el que el equipo abraza a su "retoño"?)... Pero, pese a todo, el argumento se entiende como una ficción cerrada, demostrando que la ficción es algo que se crea en la cabeza del espectador y no entre las cuatro paredes de un encuadre.


viernes, 7 de agosto de 2009

cine. Harry Potter y el misterio del príncipe


La misma cantinela de siempre. Cuando te topas con un film como Harry Potter y el misterio del príncipe es inevitable (en el caso de que te hayas leído los libros) que te sientas tentado de valorar el film desde tres frentes diferentes: 1. Como adaptación literaria, 2. Como película total, o 3. Como espectáculo puro y duro. Y como mi dignidad me impide acercarme a menos de 500 metros a cualquier producto (sí, producto, porque cuando hablamos en estos términos no hay libros y pelis, hay productos literarios y cinematográficos) que lleve la marca de Millenium, al final resulta que he hecho de la serie de Harry Potter mi guilty pleasure particular. Aunque, si he de ser sincero, casi que "me estoy quitando". Será que los últimos libros no me acabaron de apasionar... y las pelis van por el mismo camino. Pero no avancemos acontecimientos: que cualquier tipo de conclusión se extraiga de mi análisis en esas tres partes que mencionaba al principio.

HARRY POTTER Y EL MISTERIO DE ADAPTAR UN LIBRO.
Porque se entiende la putada que tiene que ser que te caiga en las manos un mamotreto de 800 páginas y tengas que resumirlo en hora y media... pero es que hay maneras y maneras. Y la manera en la que NUNCA deberías plantearte una adaptación de un libro a una peli es fusilando escenas para substituirlas por otras totalmente superflúas e inoperantes. Ya no es que se te vayan a tirar encima los friki-fans por haber cambiado el color de la túnica de los alumnos. Esto va más allá. Y es que la decisión de David Yates (y/o su cohorte de guionistas) de incluir escenas surrealistas (¿ese arranque con Harry ligándose a una camarera? ¿Existe algo menos Harry Potter?) y de cambiar el sentido de otras (las variaciones en la escena final, sin Harry impedido de movimiento, también cambian, irremisiblemente, la visión del espectador respecto al protagonista). Y, como colofón, resulta que el film se salta a la torera algo tan vital para la resolución final que está por venir como el pasado de Voldemort (que, de hecho, es la principal gracia del libro), igual que en su momento se saltaron a la torera el pasado de los padres de Harry y colegas. Mi esperanza es que se lo están reservando para las dos últimas película... Pero lo cierto es que es una esperanza chiquitita chiquitita.

HARRY POTTER Y EL FILM COMO FORMA Y FONDO. Hay un misterio que siempre me ha inquietado al respecto de las películas de esta serie: ¿realmente entiende la complejidad de la trama alguien que no haya leído los libros? Y es que, si me lo paro a pensar, poco son los films de la saga que se preocupan por exponer de forma clarificadora los entresijos de un guión intrincado. Hay destellos aquí y allá del argumento original, pero lo cierto es que si dividimos Harry Potter y el misterio del príncipe en dos partes (forma y fondo), no tardaremos en advertir que una está hipermusculada (la forma) en detrimento de la otra (el fondo). Y lo cierto es que sorprende, porque si bien pudiera parecer insuperable la cúspide alcanzada por Alfonso Cuarón en Harry Potter y el prisionero de Azkaban, donde la planificación y estructura de forma y fondo se intrincaba de forma sublime (con leit motivs arrebatadores como la omnipresencia del tiempo, tanto figurada como literalmente), hay que reconocer que el anterior Potter dirigido por Yates mostró una capacidad más que interesante para apañar un equilibrio (si Cuarón lo hacía desde el arte, hay que reconocer que Yates lo hacía desde la artesanía... que no es poco). Así las cosas, si hay alguien que va al cine esperando ver una película total (es decir, una conjunción de forma y fondo que arroje a la luz una historia audiovisual completa y coherente) puede que quede finalmente decepcionado. Y es que, en esta ocasión, a Yates se le ha ido la mano con la forma...

HARRY POTTER Y EL ESPECTÁCULO (NADA) MISTERIOSO. Hay que reconocerlo: la forma de Harry Potter y el misterio del príncipe es espectacular. Yates es capaz de crear escenas sublimes (como la aparición de Narcissa y Bellatrix bajo la lluvia, Dumbledore envuelto en llamas en el lago de los muertos o la posesión infernal en medio de la nieve, con la alumna suspendida en el aire en un momento de tensión plenamente oriental), y eso puede ser suficiente para que se te pase la totalidad del metraje en un suspiro. Pero también es cierto que tanta espectacularidad incurre en uno de los mayores errores del cine palomitero: estructurar el film como una sucesión de espectáculos. Y lo cierto es que una (buena) película no es eso. Es, más bien, el trenzado de ese espectáculo (de forma y fondo) en una estructura mimada y coherente. En esta ocasión, y sin que sirva de precedente, tengo que decirlo: este Harry Potter y el misterio de príncipe no está a la altura de las circunstancias.

miércoles, 5 de agosto de 2009

tv series. Life on Mars


Siempre hay que recurrir al original. Y es que, en esta actualidad televisiva salpicada por la globalización, ya no existen formatos exclusivos: puedes crear una serie de éxito en Corea, que en menos de un año ya se han hecho la versión suiza, inglesa, española e incluso peruana. Eso es lo que ha pasado con Life on Mars, que ha visto cómo en EEUU y España se realizaba adaptaciones alterando (en el caso patrio) la banda sonora y el título de la serie (aquí pasó a llamarse La chica de ayer, en honor al mítico tema de Nacha Pop). Y es que uno de los méritos de la serie original es precisamente sublimar una de las tendencias por excelencia de la nostálgica actulidad audiovisual: en esta era de la venta de bandas sonoras, está claro que la ambientación de muchas películas (y series) que retratan épocas pasadas se apoya de forma sobredimensionada en los temas musicales programados. Pero, por suerte, Life on Mars no se queda en la banda sonora...

La serie narra las aventuras y desventuras de Sam Tyler, un agente de policia de la actualidad que, tras un accidente, se ve transportado a 1973. El choque entre métodos policiales actuales y pretéritos está servido, con su evidente y más que disfrutable carga de comicidad. Pero el verdadero corazón del argumento está en la eterna dicotomía entre conformarse con lo que tienes y te hace feliz o luchar por lo correcto aunque ello comporte grandes cargas de sufrimiento. El omérico dilema de las sirenas revisitado por enésima vez... Aunque, si hay que ser sinceros, en Life on Mars la revisitación funciona como una maquinaria bien engrasada. Tampoco es que sea la serie definitiva, pero hay que reconocer que el balance entre sus logros y sus fracasos acaba decantándose hacia lo positivo. Hay que reconocer que en ocasiones se deja llevar por el lado oscuro de la narratividad mainstream, con concesiones populares que chirrían como chirriarían en cualquier serie policial que pretenda mestizarse con el melodrama de toda la vida.

Pero es que, al fin y al cabo, esas incursiones en la masividad se ven salvadas por dos hechos. El primero, es la inevitable relación de ternura que acabas estableciendo con los personajes; y no sólo con Sam, sino que finalmente acabas rendido a las mieles de Annie (la sirena oficial de la función, siempre cantando para que el protagonista permanezca en los 70) y a la autenticidad de Gene Hunt. El segundo, y más importante, es la capacidad de la serie para realizar escaramuzas hacia una narratividad de mayor complicación y calidad: la mayor parte de capítulos se ven punteados por destellos de genialidad visual y de planificación (el capítulo en el que Sam tiene una sobredosis es excelente), llegando a la cúspide en uno de los finales más polémicos y controvertidos del actual panorama televisivo generalista. Las múltiples lecturas del happy ending final tiñen todo lo visto hasta entonces de un regusto ciertamente disfrutable para paladares elevados. Pero esto no es una apología snob de Life on Mars: la serie es disfrutable a todos los niveles. Para aquellos que busquen acción policial, para los que prefieren la intriga de ciencia ficción, para los gustosos de los romances imposibles... e incluso para los que, como yo, siempre le buscan los tres pies al gato.

martes, 4 de agosto de 2009

cine. ¿Hacemos una porno? Kevin Smith = Autor en suma


Por ahí no se ha dejado de repetir que ¿Hacemos una porno? debería ser el regreso de Kevin Smith. Pero, ¿el regreso a dónde? ¿Alguna vez se fue? Y es que en la errática carrera del director no han habido idas y venidas, sino más bien bajadas y subidas. De la cuesta arriba nada forzada de Clerks y Mallrats a la cima que supuso Chasing Amy... y de allá al raudo descenso a los infiernos de la infumable Jersey Girl. A partir de aquel momento, la industria e incluso el público pareció olvidarse del autor en pos de esa oleada de comedia renovadora que tiene su epicentro en Judd Apatow. Pero, ¿no es precisamente Mallrats un ejemplo de esa nueva proto-comedia plagada de Peter Pans con gustos deliberadamente freaks? ¿No lleva Chasing Amy en la frente la marca de esa comedia en forma de una melancolía nada disimulada? Estas preguntas son precisamente la base sobre la que, desde hace un tiempo, se reivindica a Smith e incluso se insinúa que, tarde o temprano, tendrá que "volver" y reclamar el puesto que le pertenece en esta cohorte de nuevos comediantes. Adelantemos la conclusión final: ¿Hacemos una porno? no significa su regreso por la puerta grande, sino más bien una incursión algo ninja por la puerta de servicio. Y es que lo que rendía de Kevin Smith era su capacidad para ser Kevin Smith. Ahora, más bien parece que el director se conforma en ser un autor en suma de diferentes partes (que, permitidme, voy a diseccionar a continuación)...

SAL GORDA... Culpemos a los Farrelly. Desde el éxito de Algo pasa con Mary, la utilización de la sal gorda (entiéndase la referencia como un compendio del típico caca, culo, pedo, pis... y otras secreciones corporales) se ha convertido en el pasaporte más fiable hacia el éxito de taquilla. La hipertrofia del bajo vientre en detrimento de la musculación del cerebro. Y es aquí, mientras Smith pretende llenar cierta cuota de taquilla (innecesaria), cuando ¿Hacemos una porno? se embarra sin necesidad: la escena del baño de heces es prescindible y de mal gusto, aunque no dudo que hará reir a los tuneros que asistan al cine un domingo por la tarde.

... + NUEVA COMEDIA... Aquí es donde entra Judd Apatow. Los paralelismos son evidentes (treintañeros empeñados en ser quinceañeros en contraposición a buenorras que los hacen "crecer" a golpe de seducción, enredos con tintes freaks, nostalgia ochentera)... Pero hay que tener en cuenta lo dicho con anterioridad: los síntomas de esta nueva comedia norteaméricana ya se habían manifestado en el cine del primer Kevin Smith una década antes de Superbad. Al Papa lo que es del Papa.

... + KEVIN SMITH... Si el director tiene una marca de la casa, esa pasa por unos diálogos impecables (como un Quentin Tarantino con sobredosis de cómics Marvel) y por unas escenas delirantes en lo que confluye lo cotidiano y lo onírico. En ¿Hacemos una porno? hay más de lo primero que de lo segundo: si films como Mallrats o Clerks se sustentan en una sucesión de situaciones inverosímiles pensadas y repensadas (la erección del muerto en Clerks, el saludo con la mano sudada de Mallrats), la última cinta de Smith prefiere hacer ciertas concesiones a la narrativa tradicional (con ese happy ending previsible... pero más que aceptable) en vez de seguir explorando el filón del Smith que nos rindió con sus primeros trabajos. Pero ya se sabe: para medrar en Hollywood tienes que aceptar sus reglas. Recemos para que esa "aceptación" nunca llegue a la "prostitución", tal y como se venía intuyendo en ciertas decisiones (como segundas partes que, el dicho tiene razón, nunca fueron buenas).

... = ¿HACEMOS UNA PORNO? Podría parecer preocupante el hecho de que haya abordado ¿Hacemos una porno? como la suma de diferentes partes de las cuales sólo una sea Kevin Smith. Y es que, al fin y al cabo, es cierto que el film no supone la renovación que se esperaba del director, pero sí que es cierto que, al menos, supone una más que grata recuperación: la dirección de actores vuelve a ser excepcional (con Seth Rogen bordando su papel de siempre y Elizabeth Banks y Justin Long brillando especialmente en sus composiciones), es imposible ponerle "pero" alguno a un guión que cumple lo que promete (diversión mainstream para freaks de corazón) y la dirección recupera la capacidad para bordar algunos momentos brillantes (el cruce de miradas con Hey de Pixies como banda sonora). ¿Qué más se puede pedir? Bueno, sí, sólo una cosa más: que, de cara a su próxima película, tengamos como mínimo dos de tres partes de Kevin Smith. Vamos: que se quite el traje de ninja, salga de nuevo por la puerta de servicio y entre por la puerta grande en la fiesta de Apatow decidido a dictar sus propias reglas. Vestido de pingüino, evidentemente.

miércoles, 22 de julio de 2009

cine. Radio encubierta



A la hora de elegir, si tengo que quedarme con un sentido del humor internacional, me quedo con el británico (por extraño que parezca y por mucho que haya quien me diga que términos como humor y británico son antitéticos). La inagotable cantera de series televisivas de humor como The Office o The IT Crowd prueban que, mientras que en EEUU se recurre (mayormente) a la sal gorda y el mal gusto para hacer reir, en Gran Bretaña se opta por la sutilidad y la mala leche encubierta. Eso no significa, sin embargo, que cuando intentan facturar películas "comerciales" no acaben bordeando lo peor de un cine y otro para acabar en tierra de nadie: la "comedia británica" no ha entregado al mundo films particularmente memorables, pero pensad en las dos Bridget Jones o en Cuatro bodas y un funeral... No eran buenas, no. Pero tampoco malas. Y, sobre todo, entretenían, que es lo que se le presupone a toda comedia "comercial". Pues bien, después de la introducción vamos a lo que nos interesa: Radio encubierta no es buena, no. Pero tampoco mala. Eso sí: si el entretenimiento se midiera del 1 al 10, tendríamos que darle un 11.

Y es que el guión no es gran cosa: partiendo de una excusa histórica (cuando en las radios británcias no se permitía más que un par de horas al día de música popular y proliferaron las emisoras piratas que programaban 24 horas de pop, rock y cualquier género que presentara propuestas estimulantes), el argumento transita los habituales acuerdos y desacuerdos de toda comedia... Hay jovenzuelo enamoradizo que pasa de la adolescencia a la madurez en todos los sentidos (emocional, sexual, familiar e incluso laboral), pero también hay un sueño común por el que luchan todo un conjunto de seres adorables (de los cuales son culpables todo un puñado de actores en estado de gracia, desde Philip Seymour Hoffman hasta Bill Nighy, Rhys Ifans y Emma Thompson). Lo hemos visto mil veces, pero nunca nos cansamos de verlo. Pese a que el esfuerzo de producción a la hora de retratar la época es magnífico, la dirección de Richard Curtis (culpable de otra comedia británica "entretenida" de última hornada: Love Actually) es justita... pero es que nunca se ha necesitado mucho más que una realización correcta para satisfacer los paladares palomiteros. Y si hay que poner algún pero, ese es que el barco de Radio Encubierta acabe en aguas de nadie cuando podría haber aprovechado la oportunidad de tener en su casting a algunos de los nuevos cómicos televisivos más interesantes (Nick Frost de Spaced; Chris O'Dowd y Katherine Parkinson de The IT Crowd) para dar el salto a una "nueva comedia británica" igual que en EEUU celebran las excelencias de esas "nueva comedia americana" a la que se ha llegado impulsándose con un pie puesto en la serie televisiva Freaks & Geeks y en la figura de Judd Apatow. Sea como sea, en ocasiones como Radio Encubierta, cuando no tienes ni un segundo de descanso entre risa y sonrisa, no cabe pensar en "lo que pudo ser", sino que tu única opción es disfrutar de lo que es. Aunque salgas del cine diciendo: "no es buena, no. Pero tampoco mala. Lo importante es que entretiene".

viernes, 3 de julio de 2009

libros. Las Olas. (mis) Constantes de Virginia Woolf

Que nadie me pregunte por qué, pero a la hora de plantearme la lectura de Virginia Woolf, en mi cabeza se estableció un cuarteto de piedra de granito: La Señora Dalloway, Orlando, Al faro y Las Olas... Supongo que el motivo es que, para mí (y desde la ignorancia), estas cuatro novelas eran las "imprescindibles" en la bibliografía de la autora. Y tengo que admitir que, al acabar La Señora Dalloway, ni en mis sueños más oníricos hubiera pensado que Woolf se convertiría en una de mis autoras imprescindibles. De entrada, y pese a la fascinación que empezó a habitar en el reverso de mis ojos (esa fascinación que a veces levanta bajo nuestra piel todo aquello que no entendemos pero en lo que intuímos pura grandeza), no acababa de entender los por qués del encumbramiento de Virginia Woolf. Ahora que, por fin, he acabado de leer Las Olas y, con ella, las cuatro grandes obras de la autora, es inevitable que me rinda a las tres constantes de Woolf que han cambiado para siempre mi forma de concebir la literatura (como lector y como eterno pretendiente a escritor)...


Moments of being. La capacidad de Woolf para suspender la narratividad en un limbo repleto de líquido amniótico es como visualizar un accidente a cámara lenta: casi sin darte cuenta, dejas de respirar. Y es que la pericia de la autora con la pluma es tal que no sólo sublima estos moments of being con los que siempre pretendía captar la ociosidad de la mente humana (algo con lo que, inevitablemente, y pese a la dureza de su lectura, conectas inmediatamente), sino que en ocasiones consigue entrelazarlos con las tramas de forma sublime (el parón en Orlando para evitar abordar "algo demasiado horrible como para ser contado" es magistral). En el caso de Las Olas, podría decirse que es una sucesión de moments of being: un accidente en cadena pasado frame a frame en el que se revelan las pasiones más humanas a través de seis personajes que completan un único y total ser humano en todas sus facetas posibles.

Extirpar al ser humano de la voz narrativa. Una de las principales obsesiones de Woolf era conseguir que sus párrafos estuvieran libres de cualquier tipo de conciencia humana. Es algo que ya había intuído en las digresiones de Orlando y, sobre todo, en el paisajismo mesmerizante de Al Faro. Pero es que en Las Olas esta práctica llega a su cénit, con esos parajes con los que se abre cada capítulo: pura descripción de una naturaleza a la que el transcurrir de las vidas humanas no afecta para nada. Inexorabilidad. Inevitabilidad... Y crueldad, evidentemente. Por mucho que los hombres y las mujeres (los protagonistas) se empeñen en vivir con intensidad, su existencia no pasa de ser una estrella que se extinge en un firmamento imperturbable.

La mente humana, en rodajas. Esta es, sin duda, la constante que más profundamente admiro (y envido) de Virginia Woolf: su capacidad para diseccionar la mente humana en minúsculas láminas es inigualable. Escarba en los personajes en profundidad y, de hecho, podría parecer que a los caracteres de las novelas de Woolf no les ocurre nada en el exterior, pero es que la riqueza de sus vivencias interiores es de una exhuberancia abrumadora. Puede que esa relación exterior / interior alcance sus más altas cotas en Orlando, pero está claro que, en Las Olas, Woolf no se contenta con ligarlas de forma intrincada, sino que, además, entrelaza esas vivencias y psicologías con el cosmos imperturbable y al paso del tiempo como fuerza devoradora. Cada uno de los personajes representa un lado de las poliédricas psiques femenina (vanidad, dedicación al rol tradicional femenino y poetización lunática) y masculina (superficialidad, flema artística y aplicación materialista)... Al ensamblarlo, el panorama de la rugosa psicología humana desborda al lector. Hasta que consigues sobreponerte y te rindes: larga vida a Virginia Woolf.

miércoles, 1 de julio de 2009

cine. Star Trek XI


Parecía complicada, de entrada, la tarea de J.J. Abrams al abordar el mundo de Star Trek. Por diversos motivos... Para empezar, porque este director/guionista/demiurgo cada vez se pone el listón más alto a la hora de confabular mundos cerrados de una vastedad inabarcable: Abrams se ha especializado en facturar cosmos intrincados en los que las leyes narrativas de la televisión, el cine y, sí, también los cómics, confluyen con una (falsa) naturalidad pasmosa y arrebatadora. Puro inter-texto que ahora se revela igual de inteligente al fagocitar un material existente y, simple y llanamente, darle la vuelta. Pero el motivo principal por el que parecía complicado el abordaje de Abrams al mundo trekkie era porque, de entrada, el director se había declarado un fan templado de la saga (vamos, que no era un friki que se supiera de memoria los cambios de corte de pelo de Uhura en la serie original)... Todos los fans con los ojos como platos y las uñas fuera. ¿Que la décimo primera película de su saga estaba en manos de un profano? Visto lo visto, era lo mejor que podía pasar.

Y no sólo porque el argumento se haya tratado desde el mejor punto que se puede tratar (algo de lo que hablaremos más adelante), sino porque Abrams ha sabido transformar el formato original de capítulos (de una hora con una estructura y un ritmo televisivos) en un film con todas las de la ley: dos horas de celuloide salpicado de sudor y speed (pensad mal y acertaréis). El ritmo híper musculado de Star Trek XI es algo así como un matrimonio en Las Vegas entre la tradición de la serie original y la marca de fábrica de J.J. Abrams, con sus habituales sprints argumentales, la espectacularidad de la ciencia ficción tratada con cargas de realidad extrema... La capacidad del director para plasmar otros mundos supurantes de fantasía sin despegar los pies de la tierra que tú y yo conocemos es, sin duda, su mejor carta. Un jocker en toda regla. Y más si lo conjuga con un cásting acertadísimo (lo de Zachary Quinto va a pasar a la historia) y un diseño de producción eficaz pero temperado, a medio camino entre la producción hollywoodiense y el espíritu de Serie B.

Mención aparte al retruécano argumental que, sin duda, es lo más acertado del acercamiento de Abrams a Star Trek. ¿Cuál es la mejor opción cuando te planteas un Año 0 para una serie con tanto background? ¿Un remake? ¿Una precuela? Ni corto ni perezoso, Abrams (y su efectivo equipo de guionistas) arrancan la trama como si de una precuela se tratara para que, a mitad del metraje, choques de frente con la realidad... Hacía rato que había cosas que no te cuadraban, pero es que ahora ya es seguro: esto no es una precuela, es una dimensión paralela, una línea temporal probable si las cosas hubieran sido de otro modo en la historia de Kirk y Spock. Y lo mejor es que el argumento se cierra de forma inteligente, sutil y, sobre todo, accesible para los no iniciados... pero deliciosa para los fans. No diré nada más para no caer en spoilers innecesarios. Sólo un consejo: si eres trekie, seguro que ya has visto el film y tienes miles de críticas (dependerá de tu nivel de frikismo). Pero si no eres trekie, corre igualmente al cine y hazte fan de esta nueva línea temporal que, espero, tendrá continuidad. Larga vida y prosperidad a Abrams al frente de la nueva saga de Star Trek (y esto lo digo haciendo con la mano el típico saludo vulcaniano).

miércoles, 10 de junio de 2009

cine. El vuelo del globo rojo


Cuando el año pasado reseñé Las horas del verano, no sabía que aquel film traería esta cola... Hace poco lo resucitaba al hablar de Un cuento de Navidad. Y ahora toca revisitarla de nuevo a la hora de poner bajo la lupa a El vuelo del globo rojo. El motivo, en este caso, remite más a la coyuntura que al espíritu (como sucedía en la cinta de Desplechin): como en aquella ocasión, el film de Hou Hsiao-Hsien nace de un encargo de cuatro cortos que realizó el museo de Orsay a cuatro cineastas (dos de los cuales nunca salieron adelante y los otros dos han acabado siendo los largos mencionados). El leit motiv debía ser el arte y el propio museo, pero mientras que Las horas del verano optaba por un discurso con los pies en la tierra (centrado en el concepto de herencia, tanto artística como familiar), El vuelo del globo rojo se eleva hacia alturas mucho más alegóricas y poéticas. Aunque su argumento se ancla en la realidad de forma aplastante (de hecho, no hay mejor ancla en la realidad que el rotundo personaje de Juliette Binoche), es de recibo reconocer que, por momentos, Hsiao-Hsien peca de excesiva volatidad y ambigüedad a la hora de plantear sus alegorías: está claro que la ambigüedad y la volatilidad son la base de toda buena poesía... siempre y cuando el texto te tienda lazos suficientes a los que aferrarte para adentrarte en el terreno brumoso en el que se esconden las respuestas.

El problema con El vuelo del globo rojo es que, al llegar a los títulos de crédito, no sabes si la fascinante poética visual del film arropa un interior cálido y rico o, simple y llanamente, maquilla un ejercicio de estilo algo vacío. Puestos a buscarle las cosquillas al film, no es difícil encontrar bajo la superficie un doble choque frontal entre contrarios. Para empezar, es evidente la colisión entre cultura occidental y oriental, no sólo en el estilo del director (delatando una línea de herencia que va desde la Nouvelle Vague al nuevo cine oriental tan bien encarnado por directores como Tsai Ming-Liang), sino en el personaje de la niñera y la madre del niño protagonista. Esto entronca directamente con el segundo accidente, el que surge del encuentro entre dos formas de entender la vida: la artística/cultural y la mundana. El niño y su niñera parecen flotar en diferentes capas de irrealidad poética, elevando el encuadre al nivel de las nubes; pero la madre, igualmente volcada en su categoría artística (el teatro de marionetas), es la encargada de poner pesos sobre el objetivo de la cámara y sobre la vida de los demás: cada vez que aparece en escena, una roca de realidad aplastante cae sobre la trama. De esta forma, siempre entre dos aguas, es fácil ver el engaño de los absolutos: ni la vida artística tiene necesidad de ser tan bohemia y difusa, ni la vida real tiene que ser cercenada de pequeñas (o grandes) fugas de arte.

Sea como sea, y como lo arriba escrito nunca sabremos si es real o pura invención conspiranoica de quien escribe, es mejor aferrarse a los hechos. Y el hecho incontestable, en este caso, es que Hou Hsiao-Hsien consigue convertir su film en un fantasmagórico y fascinante juego de espejos en el que habla de la transmisión cultural entre formatos (¿existe algo más post-moderno?): el globo rojo como objeto está presente en el cortometraje original (la película nace a partir de El globo rojo, un corto de 1956 dirigido por Albert Lamorisse), en el propio film, en la cinta experimental que rueda la niñera oriental y en el cuadro que los niños visitan en el Museo de Orsay. La imagen se repite como un fantasma culterano que diserta sobre el trasvalse entre medios de representación cultural. Y aquí, y no en la poética difusa, es donde está el verdadero punto fuerte de El vuelo del globo rojo.

martes, 26 de mayo de 2009

tv series. Big Love


Es inevitable que, una vez te ha marcado algo (una serie, un libro, una peli, un cómic), busques "substitutos", "continuadores", "herederos"... En ocasiones, la tarea se revela como ligeramente cansina (¿los sucesores de Arcade Fire? ¿el heredero de David Lynch?). Pero, en otro momentos, esa relación de continuidad se revela natural, sin sobresaltos ni necesidad de aplicar ningún tipo de fuerza externa. Es lo que pasa, por ejemplo, con Big Love y Six Feet Under (A dos metros bajo tierra). Cualquier podrá responderme que no tienen nada que ver... y tendré que darle la razón. Pero es que lo que une estas dos series es ese torrente de emociones familiares (entre los personajes y desde el espectador hacia lo que ve en la pantalla), la sensibilidad con la que la cámara se acerca a lo explicado y el tempo sosegado con el que escarva en las personalidades de los caracteres principales (por mucho que ese sosiego se vea contrapuesto a capítulos realmente vertiginosos).

La excepcionalidad que en Six Feet Under surgía de la funeraria y sus periferias, aquí viene proporcionada por el nido familiar polígamo en el que se centra Big Love: un marido, tres mujeres, siete hijos, tres casas y un jardín común. También hay una tienda que el protagonista intenta convertir en una franquicia... Y, en contraposición a la familia central, existe toda una comuna polígama en la que el integrismo religioso está a la orden del día; y un falso profeta que utiliza su cargo para manipular y extorsionar. Ambos espacios, inicialemente antitéticos, se trenzan a través de inquietantes puntos en común (la poligamía y Los Principios, básicamente) y se separan en ambigüedades, en la letra pequeña (que, evidentemente, siempre es la más importante). De esta forma, todo un conjunto de tramas y subtramas van evolucionando con sutilidad, sin extraños golpes de guión ni irregularidades inverosímiles. No, pese a que no puede existir nada más lejano a tu propia cultura (y religión, si aún la tienes), el mundo de Big Love se presenta ante tus ojos como un mazacote sólido, sin fisuras e incluso con numerosas partes de cristal en las que no es difícil verte reflejado. Se agradece, por ejemplo, que incluso en los momentos en los que las tramas rozan los habituales happy endings, una realización fuerte (y magistral en determinados episodios) pone pesos en los pies de los acontecimientos, devolviéndolos al mismo suelo que pisamos tu y yo.

Mención aparte merecen los actores. Inmensos. Empezando por Bill Paxton (interpretando a Bill Henrickson) y su sublime encarnación de una especie de macho alfa con problemas de identidad y, sobre todo, con dilemas éticos diversos... Y acabando por las magníficas tres esposas: Ginnifer Goodwin (encarnando a Margie, la más jóven de las mujeres de Bill, inmersa en una situación que requiere una madurez que va asoliendo poco a poco), Chloë Sevigny (como Nicky, la esposa más integrista y religiosa, lo que no impide que, en una maravillosa deriva argumental, también sea una consumista compulsiva) y, sobre todo, una arrebatadora Jeanne Tripplehorn (como la primera esposa, Barb: el aglutinador del nido familiar, alguien que tiene que preservar esta extraña unidad familiar pese a que no cree en ella). Los secundarios no tienen desperdicio tampoco, de tal forma que alimentan la trama principal de forma rica y decisiva, tal y como pasa con la madre de Bill, los hijos más mayores de la triple familia, el falso profeta o su espeluznante hijo de este último. En general, conforman un apasionante mosaico tejido con mimo y elegancia. Y, sobre todo, con una verosimilitud vibrante que, al final de la primera temporada, te deja extenuado sobre el sofa... Como si te hubieran cortado un brazo o algo parecido. Por favor, ¡que me lo devuelvan con la segunda temporada!

miércoles, 13 de mayo de 2009

cine. Un cuento de Navidad (primera vez)


Situémonos en el tiempo y en el espacio. Tiempo: allá por el estreno de La mala educación. Espacio: una de las salas del Renoir Floridablanca. Tiempo más concreto todavía: justo en los títulos de crédito de la película de Almodóvar. Mientras yo utilizaba esos créditos para re-pensar lo poco que había que pensar sobre ese film, justo a mis espaldas dos culturetas tenían una conversción que llegaba a su cúspide con la siguiente frase: "no sé, tengo que volver a verla para acabar de entenderla del todo". Mi reacción primaria y algo animal era saltar una fila, abofetear al autor de la frase y gritarle delante de todo el mundo si era capaz de entender un capítulo de Barrio Sésamo o si también necesitaba verlo dos veces.

Que nadie piense que soy un talibán cinematográfico o algo así, no. Vale que puedo ser muy radical cuando quiero, pero esto es de sentido común: para "entender" un film ha de bastar un único visionado. Si no, algo mal ha hecho el director. En todo caso, puedo aceptar que se quieran futuros visionados del film para entender y cerrar los discursos periféricos... Y eso es lo que pasa, por ejemplo, con Un cuento de Navidad de Arnaud Desplechin. Creo que es de las pocas ocasiones en las que he salido del cine implorando por un segundo vistazo. Pero no un segundo visionado para entender el film (que se entiende perfectamente), sino para disfrutar plenamente ese envoltorio de mil capas intelectuales y filosóficas con las que el director arropa a su criatura (una criatura, todo sea dicho, nacida con cara de viejo y la seriedad en el semblante... Y que conste que esto puede parecer algo negativo, pero no lo es).

Lo que sí que se entiende a la primera. Un cuento de Navidad es una historia de reunión familiar pluscuamperfecta, con las corrientes de hostilidad mal disimulada corriendo por debajo de la mesa. Pero Desplechin no se anda con tonterías ni remilgos: desde los primeros minutos del metraje pone sobre la mesa la enfermedad de la matriarca, la cura de la cual pasa por una donación de médula de algún familiar directo. A partir de allá, y durante los festejos navideños, empieza una caza de brujas a la búsqueda del donante perfecto... Resultando que las posibilidades se reducen al hijo "oveja negra" (expulsado legalmente del seno familiar por su propia hermana) y al nieto (hijo de la misma hermana que expulsó a la "oveja negra"). La celebraciones, evidentemente, se verán iluminadas por una luz que, a modo de un estrobo particularmente esquizofréncio, pasará de la luz cegadora del amor incondicional a la oscuridad total del odio gélido (la conversación entre madre e hijo sobre los motivos por los que no se quieren el uno al otro es, desde ya, uno de los momentos imprescindibles de la historia del cine). Todo rodado con una maestría y una depuración que destila y sublima el concepto de "tranche de vie". Pero, sobre todo, Un cuento de Navidad está rodado con un brío en las antípodas de la dulzura remolona de Las horas del verano (y, de nuevo, la comparación no es negativa): casi se puede hablar de frenesí mientras los caminos familiares se entrecruzan formando cortocircuitos de los que surgen chispas con más frecuencia de lo normal.

Lo que no se entiende a la primera. Desplechin es de todo menos un "nuevo director", pero lo cierto es que se podría considerar que está dentro de las nuevas generaciones de cineastas franceses de las últimas décadas. Por eso sorprende (o no tanto, si consideramos que Francia sigue siendo uno de los pocos bastiones en los que la cultura puede enfrentarse cara a cara al entretenimiento en el campo de batalla habitual) que Un cuento de Navidad sea un conglomerado en el que el cemento se ha preparado a base de diferentes ingredientes de alta cultura: música, literatura, teatro, filosofía... y, claro, más cine todavía. Siempre explorando los puntos de contacto entre las diferentes disciplinas, enriqueciendo unas con otras, buscando (y consiguiendo) un cine total. El único problema es que este plus de alta cultura cuesta digerirlo en un primer visionado (es lo que tienen las citas de Nietzsche). Así que, por una vez, soy yo el que reconoce que necesita una segunda oportunidad para, una vez entendida la película, acabar de disfrutar sus periferias. Así que preparáos: en un tiempo, llegará un post llamado "Un cuento de navidad (segunda vez)".

lunes, 11 de mayo de 2009

cómic. El amor duele


Juro y perjuro que lo intenté. Por mi pasado post-adolescent de aficionado al manga... Porque Paradise Kiss me flipó en su momento... Por mi gusto por el melodrama por muy teen que sea... Y porque, en general, me lo recomendaron de diferentes fuentes... Pero, al final, mi idilio con Nana de Ai Yazawa duro un tomo y medio. De hecho, no conseguí pasar del cuarto tomo. Incluso me daba algo de vergüenza ir a comprarlo a la tienda. Un tiempo después, llega hasta mis manos el recopilatorio de historias cortas de Kiriko Nananan y entiendo por qué acabé algo cansado de Nana. El motivo principal es que aquello era un juego de niños que, a diferencia de los personajes de Nananan, parecían ignorar algo tan básico, algo que se aprende con los palos que te da la vida, algo como que... el amor duele.

La relación mental que me viene a la cabeza después de leer El amor duele tampoco es tan marciana: el estilo gráfico de Nananan adolece grandes puntos en común con el de Yazawa. Las páginas de este cómic también están repletas de cuerpos estilizados hasta el límite de juguetear en la línea que separa la delgadez del esperpento, además de ser cuerpos engalanados con un gusto estético refinado pero supurante de modernez nipona. Es cierto que El amor duele se ve habitado, también, por una especial querencia hacia el mal de amores de los veinteañeros (por mucho que lo de Yazawa se circunscriba mayormente en el campo de batalla emocional de los pre-veinteañeros). Pero los puntos de contacto entre las dos autoras se acaban aquí. Y es que donde Yazawa necesita trescientos tomos (¿por cuál van en Japón?) para desarrollar una trama vertical sin ningún tipo de interés (al fin y al cabo, es un poco Sensación de vivir: ¿quién no se ha enrollado con quién?), Nananan consigue diseccionar en horizontal los sentimientos agridulces de sus personajes: le bastan unas 8 o 10 páginas por historia para conformar un retrato fidedigno de lo que significa enfrentarse a los estregos que deja el amor a su paso.

Los veintitrés capítulos de El amor duele son historias inconexas que nada tienen que ver unas con otras. Pero así, puestas una detrás de otra, parecen conformar un fresco gigantesco, en blanco y negro, en el que un pintor especialmente dotado ha plasmado las relaciones amorosas sin salirse ni un ápice del estilo hiper-realista. Y no lo digo por la forma, por el trazo típicamente manga. Sino por el fondo: un fondo delicioso que cualquiera que sobrepase los 25 años y tenga más de dos muescas en su corazón sabrá apreciar.

viernes, 24 de abril de 2009

cine. Los abrazos rotos // Las oportunidades perdidas


Me ha costado casi un mes arrancarme a escribir esta reseña. Pura pereza. Y es que, desde La mala educación (2004), Almodóvar me provoca ciertos reparos. No es que le tenga manía ni nada parecido, pero en un caso muy parecido al de Woody Allen, me parece que, cuanto más lo aclaman crítica y público, más desenfocados están: menos son ellos, más pretenden ser algo que no son. Justo después de que Todo sobre mi madre (1999) diera la campanada mediática, Almodóvar se convierte en un talibán del drama, forzando la estructura narrativa para adaptarla a un corte clásico a medio camino entre el modelo europeo (desnudo) y el norteamericano (ampulosamente vestido). Sólo se permite pequeñas "fugas almodovarianas"... para contentar a todo el mundo. Pero luego pasa lo que pasa: que más que Los abrazos rotos, el último film del manchego debería titularse Las oportunidades perdidas. Permitidme un breve análisis (puñetero) de las balas perdidas de esta película...

1. El equilibrio genérico. Que conste que no me parece negativo que un realizador busque nuevos caminos que explorar. Lo que no veo normal es que, con tal de abrir nuevas vías, se corten los senderos transitados: empeñado en ser el más dramático de los dramaturgos, Almodóvar sólo se permite pequeñas fugas de la comedia en la que se fraguó su estilo. De hecho, es casi bochornoso que el momento en el que mejor funciona el film sea, precisamente, cuando deja de ser Los abrazos rotos y pasa a ser, directamente, Mujeres y maletas. Allá, el director se permite una soltura que, en el resto del metraje, se ve totalmente encorsetada por "lo que quiere hacer", nunca por "lo que puede hacer". Admitir los límites de cada uno es honroso y, a lo mejor, Almodóvar debería empezar a pensar que lo suyo no es el drama al que es tan aficionado, sino un equilibrio entre drama y comedia que trataré más adelante (específicamente, en el punto 4, por si alguien tiene prisa).

2. La coherencia narrativa. Aquí tampoco voy a cebarme en exceso. Al fin y al cabo, las incoherencias argumentales, los flecos de sentido, aparecen incluso en los más grandes films... Y los perdonamos en pleno acto de fe. No me centraré en quién rompe las fotos (y los abrazos) mientras el protagonista está en el hospital, ni en el escandaloso personaje del hijo del empresario (¿qué quiere exactamente? ¿cuál es su papel en el film más allá de ser un cliché gay y almodovariano?)... Me centraré, en cambio, en algo más preocupante: ¿qué quiere explicar realmente Almodóvar con Los abrazos rotos? Veo un argumento, sí. Y veo pretensiones en absolutamente todos los planos. Pero, ¿pretensió de qué? No tiene éxito a la hora de diseccionar el drama de la venganza, ni el eterno mito del amor truncado... Entonces, ¿qué? ¿Qué quiere explicarnos el manchego? Hubo alguien que, en cierta ocasión, me explicó que había abandonado la carrera de Comunicación Audiovisual porque se había dado cuenta de que "no tenía nada que decir". Y con esto no digo que Almodóvar abandone el cine; sino que, simple y llanamente, sólo recurra a él cuando tenga algo que explicar.

3. La naturalidad de los actores. Aquí cualquiera podría decirme que el histrionismo es, precisamente, una de las claves del cine almodovariano. Pero es que, en el caso de Los abrazos rotos, el histrionismo cruza la sutil frontera con la sobre-actuación y se estrella directamente contra el muro de la verosimilitud. Y eso no es bueno para ningún drama (ya que me gusta pensar que el drama se refuerza, precisamente, tendiendo hilos hacia la realidad). En esta ocasión, la habitualmente sobre-actuada Penélope Cruz parece incluso contenida. Será porque Almodóvar lleva hasta el límite una dirección de actores más propia de un vodevil que de un drama clásico. Lo de Blanca Portillo, eternamente afectada: abominable. ¡Si incluso Lluís Homar está fuera de tono!

4. La identidad almodovariana. Y así llegamos a nuestro punto y final: ¿quién es Pedro Almodóvar a día de hoy, con Los abrazos rotos como principal brújula a la hora de guiarnos en su identidad cinematográfica? Como ya comentaba en el punto número 1, tras ver este film parece más claro que nunca que el director huye de sí mismo y, en el camino, se olvida de dónde están sus puntos fuertes. Cojamos, por ejemplo, una de las mejores escenas del film y, aun así, una de las mayores oportunidades perdidas: cuando Penélope Cruz deja al empresario doblando su propia voz (remitiendo, de nuevo, a Mujeres al borde de un ataque de nervios). Es una secuencia de fuerza excepcional, pero es que justo antes han habido otro par de escenas en las que el realizador podría haber aprovechado el potencial cómico del personaje de Lola Dueñas para compensar lo que está por venir y, así, encontrar un equilibrio entre drama y comedia que le sentaría mucho mejor al film que el drama absoluto que pretende ser. La oportunidad, sin embargo, se pierde. Y es este un ejemplo extrapolable al conjunto fílmico del Almodóvar de los últimos años.

Queda, finalmente, la sensación de que Los abrazos rotos podría haber sido mucho mejor si el manchego hubiera aprovechado la oportunidad de labrarse su nueva identidad con un pie puesto en su antiguos logros y el otro en el nuevo sendero a explorar. Porque hay que tener la honradez de saber cuándo un traje, por mucho que nos guste, nos queda grande y nos hace bolsas aquí y allá. Puede que, con el tiempo, ganemos musculatura y nos quede perfecto. Pero, hasta entonces: paciencia. Y humildad.

viernes, 3 de abril de 2009

cómic. María y yo


Es cierto que recelo, cada vez más, del cómic auto-biográfico. Es como una tendencia exhibicionista capaz de reportar a autores noveles un índice de éxito y reconocimiento superior mucho más inmediato que la ficción tradicional. Aun así, siempre hay excepciones. Grandes excepciones que ya no sólo tienen que ver con el nivel de desnudez al que llegue el artista, sino más bien con la pericia para encorsetar esa desnudez entre las cuatro paredes de una viñeta. Y, como en el cine, con "la mirada" del propio autor. Para quien no lo conozca todavía, Miguel Gallardo tiene una de las miradas más poderosas del panorama comiquero nacional. Y lo mejor es que el poderío de esa mirada no nace de la megalomanía, sino de la sutilidad, la humildad y la honestidad del gesto minúsculo.

Su último trabajo es el desarmante María y yo (también disponible en edición en catalán bajo el nombre de Maria i jo), un diario de viaje que nada tiene que ver con la acumulación de belleza del cuaderno de Craig Thompson, sino más bien con una belleza de andar por casa centrada en la relación de Gallardo con su hija durante un verano en un resort vacacional repleto de guiris alemanes. El hecho de que María sea una joven autista podría parecer ciertamente sensacionalista, pero Gallardo trata el tema con una naturalidad y una delicadeza que emociona al lector en lo más profundo. Puede que las páginas sólo recojan pequeños esbozos de las vivencias diarias de Miguel y María (muchas veces, incluso lejos del formato "cómic" tradicional), pero es que en esas vivencias hay una carga de emotividad realmente tremenda. Y quien dice emotividad también dice diversión pura y dura. Porque Gallardo huye del tremendismo como quien huye de la peste.

Si todo lo dicho no te convence todavía para leer María y yo, es obligado que visites el blog de Miguel Gallardo. Es la mejor forma de establecer contacto con el universo de este autor y de su mirada tan especial como tronchante.

jueves, 26 de marzo de 2009

cine. Cine en capas (2): Watchmen


Como aquello de dividir el "It's written" en dos partes, hace unas semanas, me pareció divertido y edificante, vuelvo a recurrir al doblete conceptual con Gran Torino y Watchmen. En el anterior post cinematográfico hablaba de mi particular obsesión por desflorar las películas en múltiples capas de sentido, pero también llegaba a la conclusión de que la existencia de una o dos capas, a lo sumo, no tiene por qué ser algo negativa. Si se articulan con la pericia con la que lo hace Clint Eastwood, pueden ser un arma simple pero mortífera.

No es el caso de Watchmen. Y que conste que me encantó la película... a partir de el momento (hacia la media hora) en que obligué a mi cabeza a hacer un "click" y olvidarme de las múltiples capas que atesora el cómic original. Porque lo que ha hecho Zack Snyder es quedarse en la superficie y, eso sí, facturar una sublime película palomitera. Ni más... ni menos. El ritmo es trepidante, las escenas se planifican para hacer babear al espectador, los actores están correctos y el diseño de producción no sólo es magalómano, sino que es desbordantemente fascinante. Todo un éxito que lleva a este director a la cúspide de estetas radicales en compañía de directores de la talla de Zhang Yimou o Katsuhiro Tomo. Al igual que ellos, Snyder hace de la superficie una máxima a la que dedicar apologías bellisimas en detrimento de una argumentalidad que, en ocasiones, ni existe. Esto no es algo negativo por sí mismo. La única negatividad argumentable es que en el cómic original, Watchmen tiene todo lo que la película... y mucho más.

Ese "más" son precisamente las capas de sentido que le falta al film. Originalmente, Watchmen es un magistral cómic de acción y súper héroes, claro que sí. Pero el guión de Alan Moore tiene muchos significados ocultos. Para empezar, funciona como subversión pura y dura: aplica al mundo de los súper héroes un electro-shock de realidad, añadiendo las problemáticas socio-culturales y políticas que suelen ausentarse en los cómics de la Marvel o la DC. Y no sólo eso, sino que también habla en términos éticos a la hora de abordar el mal menor como prevención a un mal mayor (algo totalmente aplicable a la dimensión política comentada con anterioridad). Todo esto, sin embargo, desaparece de un plumazo en el film de Zack Snyder, quien sólo pretende (y consigue) un film palomitero excepcional.

El único "pero" son los mínimos cambios introducidos por el director respecto a la trama original: la intro (que despedaza la importante circularidad del relato), los créditos (que avanzan una parte de la historia mimada por el cómic original), los apuntes políticos concretos (que intentan anclar la trama en la época Nixon sin tener en cuenta que el argumento original es mucho más universal sin necesidad de concreciones) y el cambio final (que ni resta ni suma, así que... ¿para qué?). Así puestos todos de corrido, los puntos negativos parecen mucho peores de lo que son en realidad. Porque sí: Watchmen pierde las múltiples capas originales de Alan Moore. Y también: lo que podría haber sido cine multi-capa en manos de un cineasta más dotado y/o interesado (y el primero que me viene a la cabeza es Bryan Singer) acaba siendo puro cine palomitero. ¡Pero vaya gozada de cine palomitero!

miércoles, 25 de marzo de 2009

cine. Cine en capas (1): Gran Torino


Así como los autores tienen sus constantes, parece que los críticos (incluso los de andar por casa, como yo) también. En mi caso, un concepto al que suelo recurrir para explicar muchas de las películas que me apasionan es el de las capas de sentido: cuando un film presenta una superficie (estética y de sentido) interesante pero, además, atesora muchas otras capas escondidas que has de desflorar suavemente. Son capas soterradas que saboreas... si quieres, ya que incluso quedándote en la capa superficial tendrás suficiente para ver colmadas tus expectativas.

Esta introducción viene a cuento para explicar mi "problema" con Clint Eastwood. Por mucho que saliera del cine con lágrimas en los ojos y el corazón encendido después de ver Million Dollar Baby, a la semana renegaba ligeramente de ella por ser facilona, unilateral, sensiblera y con un gusto por el clasicismo tremendamente retrógrado. Con Gran Torino podría pasarme lo mismo... pero no voy a permitirlo. Porque si algo he aprendido del último film de Eastwood es que la simplicidad y el clasicismo no tienen por qué ser algo que reste, sino que pueden ser la base de una maravillosa suma. Siempre que el director sepa cómo manejar esa simplicidad, claro está. Y Eastwood sabe. Eastwood sabe que la suma de unas partes clásicas, simples hasta más no poder, pueden arrojar un resultado de calidad imperativa. En esta ocasión, el argumento hacía presagiar lo peor: ¿un veterano de Vietnam que vive en un barrio plagado de asiáticos pero que aprende a amarlos gracias a su amistad con su vecino adolescente? Una cosa es ser clásico... ¡y otra retrógrado!

Pero resulta que Eastwood consigue lo imposible: no sólo te la mete doblada sin necesidad de vaselina, sino que además consigue que todos los tópicos de esta trama tele-novelesca funcionen como una maquinaria perfectamente engrasada. Sublime. El argumento se construye a través de retales que has visto mil veces, que conoces y que deberían aburrirte... pero Eastwood sale airoso a la hora de plantártelos delante de la cara y arrebatarte. ¡Ya quisieran otros directores conseguir este máximo partiendo de algo tan mínimo! O, al menos, mínimo a primera vista. Porque la trama sobre inmigración (pertinente e inteligente) se ve enriquecida por otra capa un poco más subterránea pero igualmente evidente: la caída del mito. Ese héroe cotidiano que toma la justicia por su propia mano ya no es lo que era, llevando al espectador hacia el límite de sus propias convicciones cinematográficas gracias a escenas tan brutales en su sencillez como el sacrificio final o la lágrima en la oscuridad (el derrumbamiento del héroe: algo incómodo de ver por la carga de intimidad que comporta).

Puede que no hayan muchas más capas en el cine de Eastwood, pero las que hay se entrelazan con tal maestría que es imposible no rendirse inmediatamente. En su momento, critiqué Million Dollar Baby por su falta de trasfondo, por quedarse en la superficie. Esta vez no voy a permitirlo: ¡Gran Torino es inmensa! (y si me retracto en los próximos días, por favor, cortadme el dedo gordo de pie izquierdo.)