viernes, 29 de agosto de 2008

cómic. Adolf


A ver cómo me las compongo para que quien haya llegado a este post no se espante por el hecho de que esté dedicada a un manga. Porque lo común es pensar que el manga es cosa de esas pequeñas y esqueléticas frikis de pelo sucio que van al FNAC con su madre y se ponen a leer los tomos allí mismo... ¡comentando las jugadas a su progenitora! No lo niego. Ese especimen existe (e incluso abunda y huele un poquito mal cuando intentas ir a comprar a Continuará! en sábado). También son esos especímenes los que compran el grueso de novedades de manga, por lo común bastante infumables. Pero siempre hay un pero. Y en esta ocasión, a cualquier amante de los cómics no le ha de pasar por alto que hay autores y mangas que no sólo son una excepción... sino incluso una obligación. Osamu Tezuka, autor total, es una de esas excepciones. Y Adolf, su mejor obra, otra feliz anomalía del panorama nipón. Pero vayamos por partes.

Primero, el autor. Osamu Tezuka es comunmente llamado "el padre del manga". Y no precisamente por ser de esos que acompañan a sus hijos frikis al FNAC. Más bien porque fue el primero en acuñar las historias largas recopiladas en tomos y ese estilo de dibujo con ojos inmensos y purificación de lineas en pos de una mayor carga emocional e icónica. Otra cosa por las que reconocerás a Tezuka: suyas son las obras originales en las que se basan varias series de televisión con las que crecimos todos, como Astroboy (o "cómo odiar a un personajillo a base de que hasta tu tía soltera del pueblo lleve una camiseta con él estampado") o La Princesa Caballero (o "cómo introducir la confusión sexual en las tiernas mentes infantiles"). Más allá de estos referentes populistas, existe un triunvirato de obras que hacen a Tezuka imprescindible para los lectores de cómics: Fénix, Buda y este Adolf que nos ocupa.

Segundo, la obra. Adolf narra las desventuras entrecruzadas de tres Adolfs durante la Segunda Guerra Mundial. El hilo conductor es un personaje, Isao Toge, y unos papeles que prueban que Hitler es judío. A partir de aquí, la historia de crecimiento de Adolf Kamil y Adolf Kaufmann se presenta como un recorrido cruel y circular (todo acaba como empieza) que parte de la inocencia de dos amigos alemanes (residentes en Japón) que están por encima de la nacionalidad judía de uno de ellos... y acaba en el enfrentamiento brutal, animal, entre las mismas partes. En medio, Tezuka destripa un entresijo apasionante de conspiraciones en el que chapotea una de las evolucines de personajes más sublimes de la historia del cómic: la personalidad de los dos Adolfs se va cociendo de forma lenta, ponderada y con una verosimilitud desarmante. A su vez, la trama, pese a que a veces parece alargada de forma antinatural, aguanta los cinco tomos de la serie con un vigor impecable, adictivo. El rigor histórico, por otra parte, es fascinante: Tezuka hilvana su historia considerando e informando sobre un contexto histórico documentado con amor por el detalle. Así que, después de todo lo explicado, ¿no es hora de dejar de lado los prejuicios (a veces justificados) contra la generación manga? Adolf lo merece.

martes, 26 de agosto de 2008

tv series. My name is Earl (Temporada 1)


Si esto fuera un artículo y no un post (llamémoslo deformación profesional), lo subtitularía "My name is Earl. O cómo la industria del doblaje española al completo debería ir directa al infierno (una planta por debajo de los que traducen los nombres de las pelis)". La cuestión es que hace tiempo, como buen fan de Jason Lee (desde su mítico Banky de Chasing Amy), me apasioné con la idea de que el hombre en cuestión estaba haciendo una serie para televisión. Por extraño que parezca, no tardó en desembarcar en la Fox española (donde estos días estrenan la tercera temporada). Aquella fue mi oportunidad de echarle un primer vistazo... y de desapasionarme. Los motivos: 1. las plataformas digitales de este país tienen una deficiencia imperdonable en lo que a VO se refiere, así que te obligan a visionar la versión doblada o a arriesgarte a pasar por alto la mitad de las bromas lingüísticas del original y 2. el doblaje era casi tan casposo como el de Escenas de Matrimonio (no confundir con Matrimonio con hijos... ¡ehem!).

Por suerte, me compré en DVD la primera temporada. Porque es Jason Lee. Y porque, por debajo del doblaje horripilante aún tenía la esperanza de que existiera un mundo a descubrir una vez se disipara esa molesta niebla. Y así es. Puede que My name is Earl no llegue al nivel de hipnotismo surrealista de Arrested Development, pero apunta hacia allá. Y de todo puede pasar en futuras temporadas. Porque ya en estos primeros episodios se vislumbran personajes que poco a poco se van desatando (Catalina, Joy... ¿alguien se apunta a un club de fans de Joy?) y, sobre todo, situaciones cada vez más tronchantes. El punto de partida no podría ser mejor: un calavera que descubre las leyes del Karma y que decide hacer un lista de todo lo malo que ha hecho en la vida para enmendarlo... A partir de ahí, suma y sigue. Todo puede pasar. Y lo cierto es que esta primera tanda de episodios no sólo es una toma de contacto excepcional con los personajes y el argumento: cuando llegas al último capítulo, estás tan dentro que sólo podrás desear empezar con la segunda temporada (nota mental: tengo que pasarme por el FNAC a comprarla). Por cierto, motivos para no piratear y comprárte el pack original: esta edición en DVD incluye un episodio inédito genial en el que Earl no quiere enmendar lo malo, sino patearle el culo a todos los que le han puteado. Imprescindible.


miércoles, 20 de agosto de 2008

cine. Apitchapong Weerasethakul

Normalmente me dejo llevar por mis filias de forma inmediata. Si veo una película que me alucina, me hago fan del director. Si escucho un disco que me arrebata, me hago fan del grupo. Así hasta el infinito y más allá... Y luego pasa lo que pasa. Que muchas veces el segundo contacto me baja los humos. Por eso precisamente (y porque cuando vi la primera película dirigida por él, Too cool to ber forgotten todavía ni existía), me he decidido a dedicarle un post a Apitchapong Weerasethakul justo después de la segunda toma de contacto. O mejor debería decir: justo después de que su Syndromes and a century pusiera de punta (casi) todos los pelos de mi cuerpo. Pero vayamos paso a paso.



Tropical Malady supuso un primer choque frontal contra el estilo de Apitchapong Weerasethakul. Es un film-díptico dividido en dos partes que no es que se retroalimenten, sino que explican lo mismo partiendo de diferentes referencias. La primera parte narra la esquiva historia de amor entre un soldado y un chico en el corazón de una Tailandia rural en la que (se intuye que) la homosexualidad no está demasiado bien vista. La segunda mitad es un delicioso y perverso cuento tradicional tailandés puesto en imágenes. En este segmento, el mismo soldado persigue y es perseguido por un espíritu de la selva que no es otro que el chico del que está enamorado en la primera parte. El clímax final llega cuando el soldado debe decidir entre asesinar a ese espíritu o dejarse absorver por él, aceptarlo y convertirse en un único ser. No hace falta que destripe el evidente entresijo metafórico, ¿verdad? Pero es que Weeraethakul no se queda en un fondo apasionante, sino que se destapa como practicante de una forma apaciguada y alejada de los cánones de la narrativa tradicional (¿escenas? ¿progresión argumental? ¡bah!). Opta, sin embargo, por los planos largos y evocativos en los que pasa mucho más a nivel emocional (tanto por parte de los personajes como por parte del espectador) que a nivel argumental. Supongo que todo lo dicho ya os permite haceros una idea de si os gustará el cine de este director o no... Pero no os quedéis aquí, porque Syndromes and a century va un paso más allá.



Y es que la historia de Syndromes and a century es, simple y llanamente, inexistente. El propio director lanzó sobre la prensa un dulce fantasma que ha recorrido la película de cabo a rabo: afirmó que el film capturaba cómo se conocieron sus padres, médicos ambos, y los ambientes hospitalarios (de hospital, no de acogedor... aunque también) por los que discurrió su infancia. Lo dicho: esta cohartada no es más que un espectro burlón dispuesto a despistar a todo aquel que se plante delante del film esperando un argumento clásico. De nuevo, el metraje se divide en forma de díptico en el que se repiten actores, situaciones e incluso personajes. La primera parte transcurre en un hospital evidentemente antiguo (de la época en la que los padres de Weerasethakul se conocieron, seguramente), rodeado de exhuberante vegetación, en el que las relaciones personales entre pacientes y médicos es fluida e incluso ingenua. La segunda mitad, sin embargo, repite personajes y situaciones pero cambia el marco: en esta ocasión, el hospital está tecnificado de forma extrema (lo que nos hace pensar que retrata el presente) y a través de sus ventanas se pueden ver rascacielos y edificios modernos. Las relaciones entre médicos y pacientes pueden parecer más frías en un primer momento, pero pronto adviertes que la intención del director no es, ni mucho menos, esbozar un alegato en favor del pasado. Llegados al final, es inevitable pensar que la intención de Weerasethakul, de hecho, no responde a ninguna intención argumental. Es, ni más ni menos, que ese retrato (pausado, con el estilo y el ritmo comatoso de su anterior film) de los espacios, las relaciones, las anécdotas que forman la base de sus memorias infantiles. Y es que, al fin y al cabo, ese bellísimo plano que casi cierra la película, en el que una hipnótica bruma se escurre por un succionador de humo, no es más que una nueva metáfora de la disolución de la memoria... y de lo efectivo que puede ser el cine (y el arte en general) como arma contra este proceso de destrucción.

jueves, 14 de agosto de 2008

libros. Mi verano ruso (II)


Atendamos a los diferentes interrogantes que puedan surgir cuando cualquiera se tope con el título de este post. ¿Mi verano ruso (II)? ¿Acaso estoy pasando el verano en Rusia? ¿Por qué hay un (II)? ¿Dónde está la entrada llamada Mi verano ruso (I)? En pocas palabras: no estoy en Rusia (de hecho, no estoy ni de vacaciones) y no existe la primera parte de esta entrada. Hubiera existido si este blog hubiese nacido unas semana antes. Pero como no es así, pasaremos directamente a la segunda parte.

Entonces, ¿qué es Mi verano ruso? No es, ni más ni menos, que mi intento hercúleo de leer en temporada de verano tres de las muchas obras capitales de la literatura rusa de los últimos tiempos. Las elegidas fueron Vida y Destino de Vassili Grossman (1111 páginas), Crimen y castigo de Fiódor Dostoievski (704 páginas) y Eugenio Oneguin de Aleksandr Pushkin (560 páginas). El orden que escogí, más allá de la aleatoriedad, respondía a una cronología inversa: empecé por el más contemporáneo (Vida y destino) y voy a acabar con el más antiguo (Eugenio Oneguin). También puedo dejarme de pomposidades y decir que más bien empecé por el más tocho de todos y acabo por el más corto. Pero, como a todo hijo de vecino, me gusta la pomposidad de tanto en tanto. Así que permitídmelo.

Ya habréis adivinado, entonces, que Vida y Destino debería haber sido el protagonista de Mi verano ruso (I)... Y a puntito estuvo de ser el único libro de esta aventura, porque la verdad es que su lectura supuso un esfuerzo titánico de aquellos que te hacen difícil ver la grandeza de lo que contienen sus páginas. Mentiría si dijera que, al plantarme delante del libro de Dostoievski, estaba ilusionadísimo con la perspectiva de otras 700 páginas sembradas de una onomástica surrealista (¡que alguien me explique cómo funcionan los nombres en ruso, por el amor de Dios!). Por eso, desde el principio de Crimen y castigo me sorprendió la transparencia y claridad con la que el autor aborda una trama más que apasionante. ¿Hace falta que explique el argumento? ¿Hay alguien que no sepa que Crimen y castigo es una brillante disección del complejo de culpa (y mucho más) de Raskólnikov tras asesinar a una vieja detestable pensando que eso le sacaría de la miseria? Pero es que la obra magna de Dostoievski es mucho más que eso: es un sublime retrato social, un estudio perfecto de la progresión narrativa a la búsqueda de la pasión del lector, una reflexión tremebunda sobre la fragilidad de la moral en la que vivimos...

No os preocupéis: no voy a seguir con mi vena pomposa. Too cool to be forgotten no va de eso... Pero en el caso de que alguien quiera enfrentarse a mi vena más snob, dejo constancia de que aquí podrá encontrar una reseña mucho más sesuda (igual que aquí se encuentra la reseña sesuda de Vida y destino). Para los que no quieran culteranismos, simplemente deciros: ¡deseadme suerte con Pushkin! ¡Que está escrito en verso en la primera mitad del siglo XIX! ¿Me aguantarán las fuerzas hasta un Mi verano ruso (III)? La respuesta, en un tiempo...


miércoles, 13 de agosto de 2008

música. Holly Throsby // A loud call


A tenor de las dos entradas que han abierto este blog, cualquiera podría pensar que la tónica general será bastante freak. Pues bueno, he aquí el primer post que se aleja de frikismos diversos. Porque Holly Throsby está en el polo opuesto de lo freak. Si hubiera que buscar palabras para definirla, sería necesario estrujarse la cabeza para buscar adjetivos que no parecieran salidos de un capítulo de La Abeja Maya: dulce, ensimismada, introspectiva, melancólica...


Y lo peor del caso es que ahora voy y descubro a esta australiana cuando ya tiene tres discos en el mercado. Mi descubrimiento ha venido de la mano del excepcional A loud call (2008). Antes, sin embargo, Throsby ya había grabado otros dos discos en las Saddleback Mountains (nada de chistes fáciles, por favor) de su Australia natal. Para el primer disco, On night (2004), se encerró en una cabaña de la montaña y se las compuso casi ella solita. En el segundo álbum, Under the town (2006), atrajo a bastantes colaboradores a la misma cabaña. Pero es A loud call el que marca un punto y a parte. Los motivos son diversos. Pero, para empezar, ha habido un cambio de emplazamiento: Throsby fue a grabarlo a Nashville, con todas las implicaciones que esto puede tener... aunque al final es evidente que pasa del country talibán y se queda con los colores del crepúsculo. Hasta Estados Unidos se dejó acompañar por sus colaboradores más fieles y, sobre todo, se dispuso a elaborar una lista de colaboraciones estelares de esas que acaban por nombrarse más que el propio disco: Bonnie 'Prince' Billy (que pone voz en la preciosa Would you?, muy en la linea del último trabajo del barbudo) y algunos miembros de Lambchop y Silver Jews. Ahí queda eso.

Pero, esperad un momento. Aquí no hace falta hablar de colaboradores de lujo para resaltar el trabajo de Holly Throsby. Porque A loud call se basta y se sobra para abrazar a cualquiera que quiera dejarse mecer durante unos cuarenta minutos. Tiene canciones de aquellas que te dejan marca sin necesidad de recurrir al golpe: su método es más el goteo incesante pero dulce sobre la zona del corazón que tú prefieras (la derecha para los melancólicos, la izquierda para los depresivos... si es que están tan lejos los unos de los otros). Hace un rato me he puesto a pensar en otras artistas que pudieran utilizarse para explicar a qué suena Holly Throsby. La primera que me ha venido a la mente es Julie Doiron. Pero supongo que es porque últimamente me ha dado fuerte con Julie Doiron. También podría recurrir a Emily Haines, New Buffalo o Emiliana Torrini. Pero, para mi sorpresa, he acabado dándome cuenta de que Holly Throsby se acerca más a los referentes masculinos. Es más bien un Bill Callahan que explora su lado femenino. O un Iron & Wine con voz femenina. Y eso no es nada malo.


lunes, 11 de agosto de 2008

tv series. Little Britain


Cuando acabas de ver las tres temporadas de Little Britain lo único que puedes hacer es exclamar: "esto es España... ¡y qué mal estamos!". Es inevitable pensar que mientras que los británicos se dejan hipnotizar por el humor de David Walliams y Matt Lucas, por estos lares la lobotomización viene de la mano de Muchachada Nui en el mejor de los casos y de Escenas de matrimonio en el peor. Pero no nos pongamos apocalípticos. Que ese no es el sentido de este post. Más bien quería, simple y llanamante, hablar de Little Britain. Para aquellos que no la conozcan.



Little Britain fue, primigeniamente, un show radiofónico en el que se plantó la simiente de la mayor parte de personajes que después se podrían disfrutar en la televisión. El show se basa en gags, y aunque el formato (y muchas salidas de tono) les acerca a Monty Python, el tono general también les emparienta con propuestas británicas trash como The young-ones. Pero dejémonos de referentes, porque lo cierto es que Lucas y Walliams han sido capaces de crear todo un universo que, tal y como se anuncia al principio de cada capítulo, pretende (y consigue) acercarse a los habitantes de Gran Bretaña. Lo hace, eso sí, a través de unos ojos cargados de mala leche y con una alergia evidente hacia lo políticamente correcto. Y lo mejor de todo es que, como en las mejores películas y series, la extracción y análisas de un sector concreto (la sociedad británica) realizado con la suficiente pericia acaba por resultarte cercano, comprensible e identificable. Demasiado identificable, a veces.

Ese es el caso de la maravillosa Vicky Pollard, una chola (quilla, chunga... como queráis) que si hablara en castellano bien podrías encontrarte en el metro un día cualquiera. Es, sin duda, uno de mis personajes preferidos, junto con dos de las creaciones más brillantes en lo que a humor se refiere de los últimos tiempos. El primero: Sebastian Love, secretario enamorado del primer ministro británico (encarnado por el mítico Giles de Buffy Cazavampiros). La segunda: Carol Beer, primero dependienta de banco y más tarde agente de viajes que acumula sobre sus hombros lo peor (y lo más divertido) que te puedes encontrar cuando te expones a alguien que trabaja "de cara al público". Me sabe fatal ahora dejarme a muchos otros personajes que me han hecho desternillarme a través de estas tres temporadas, tal y como Daffyd Thomas ("the only gay in the village"), Andy y Lou (que atacan directamente a tu capacidad para soportar chistes con minusválidos y retrasados), la señora Emery (lo mismo, pero con chistes sobre incontinencia de la orina), Marjorie Dawes (the same again and again, pero con chistes sobre gordos), Harvey Pincher (que pone a prueba tu capacidad de ver a un hombre adulto tomando leche del seno materno), Ray McCooney (escocés místico que, para mi pesar, desapareció después de la primera temporada), Linda Flint (secretaria universitaria que se pasa a base de bien con los alumnos), Bubbles, Anne... La lista es interminable.



Pero, para mi descontento, la serie no es interminable. Más bien lo contrario. Después de estas magníficas tres temporadas (que se disfrutan como un suspiro, con una velocidad devoradora y casi carnívora), sólo queda un especial de Navidad... y la posibilidad de que, en el futuro, tal y como afirman Walliams y Lucas, recuperen algunos de los personajes, inventen muchos otros, y vuelvan con esta Little Britain que bien podría ser Little World. También está la posibilidad de irse a Gran Bretaña a verlos en directo en alguna de sus giras con los mismos personajes de la serie... Pero si alguien contempla esa posibilidad, que intente ver algún gag de Vicky Pollard sin subtitular. Y que luego me diga.


viernes, 8 de agosto de 2008

cómic. Too cool to be forgotten


¿Qué mejor forma de dejar que un blog eche a andar con un post sobre lo que haya dado nombre al blog en sí? En este caso, por si alguien se lo pregunta, Too cool to be forgotten es un cómic. Uno de los mejores cómics que he leído este año y probablemente de los mejores cómics que he leído nunca. Y es que no todos los días te encuentras al borde de las lágrimas al cerrar el cómic que tenías entre las manos. Ese fue mi caso con el último trabajo de Alex Robinson. Pero dejad que os explique el por qué...

Primero, un poco de historia. Alex Robinson es el autor de una de las mejores radiografías del desencanto post-universitario: Box Office Poison (aquí Malas Ventas, editado por Astiberri). Acto seguido, entregó un endiablado juguete narrativo estructurado en "cuenta atrás": Tricked (Estafados, por Astiberri). E incluso ha llegado a dar rienda suelta a su vena rolera para editar una mini-aventura a lo Dungeons & Dragons bajo el titulo de Lower Regions (inédito en España). Sea como sea, la siguiente parada para Alex Robinson es Too cool to be forgotten, (próximamente por Astiberri) una de esas obras destinadas a reformular una carrera arstística: la primera cúspide de las cotas futuras que se preveen en cada una de las páginas de este cómic.


El argumento puede parecer, a priori, algo trillado: Andy Wicks se somete a una sesión de hipnosis para dejar de fumar (de ahí el título y la maravillosa portada de la edición original). Podría haber acabado creyendo que era una gallina. Pero pasa algo mejor: sufre una regresión hacia sus años de instituto. Hasta aquí lo típico. Porque desde el mismo momento en el que el protagonista decide que tiene que evitar a toda costa fumar su primer cigarrillo, no hay ni una pizca de tópico por ningún lado. Empezando por la "forma" (las composiciones y planificaciones de página y escenas del autor a veces quitan el hipo) y acabando, sobre todo, en el "fondo": Robinson aborda el tema desde una sensibilidad adulta que nunca olvidó lo que es ser adolescente. Nada de idealismos, nada de humor burdo, nada de sal gorda. Too cool to be forgotten no va de eso: va de un dulce desencanto y de una hacer pedacitos ese mito de que cualquier tiempo pasado mejor. Pero, lo que es mejor todavía: Too cool to be forgotten también va de algo que puedes intuir desde las primeras páginas pero que no se desvela hasta el desarmante final. Un cierre que te pillará desprevenido e intentará arrancarte lagrimitas de allá de donde suelas esconderlas.