miércoles, 10 de junio de 2009

cine. El vuelo del globo rojo


Cuando el año pasado reseñé Las horas del verano, no sabía que aquel film traería esta cola... Hace poco lo resucitaba al hablar de Un cuento de Navidad. Y ahora toca revisitarla de nuevo a la hora de poner bajo la lupa a El vuelo del globo rojo. El motivo, en este caso, remite más a la coyuntura que al espíritu (como sucedía en la cinta de Desplechin): como en aquella ocasión, el film de Hou Hsiao-Hsien nace de un encargo de cuatro cortos que realizó el museo de Orsay a cuatro cineastas (dos de los cuales nunca salieron adelante y los otros dos han acabado siendo los largos mencionados). El leit motiv debía ser el arte y el propio museo, pero mientras que Las horas del verano optaba por un discurso con los pies en la tierra (centrado en el concepto de herencia, tanto artística como familiar), El vuelo del globo rojo se eleva hacia alturas mucho más alegóricas y poéticas. Aunque su argumento se ancla en la realidad de forma aplastante (de hecho, no hay mejor ancla en la realidad que el rotundo personaje de Juliette Binoche), es de recibo reconocer que, por momentos, Hsiao-Hsien peca de excesiva volatidad y ambigüedad a la hora de plantear sus alegorías: está claro que la ambigüedad y la volatilidad son la base de toda buena poesía... siempre y cuando el texto te tienda lazos suficientes a los que aferrarte para adentrarte en el terreno brumoso en el que se esconden las respuestas.

El problema con El vuelo del globo rojo es que, al llegar a los títulos de crédito, no sabes si la fascinante poética visual del film arropa un interior cálido y rico o, simple y llanamente, maquilla un ejercicio de estilo algo vacío. Puestos a buscarle las cosquillas al film, no es difícil encontrar bajo la superficie un doble choque frontal entre contrarios. Para empezar, es evidente la colisión entre cultura occidental y oriental, no sólo en el estilo del director (delatando una línea de herencia que va desde la Nouvelle Vague al nuevo cine oriental tan bien encarnado por directores como Tsai Ming-Liang), sino en el personaje de la niñera y la madre del niño protagonista. Esto entronca directamente con el segundo accidente, el que surge del encuentro entre dos formas de entender la vida: la artística/cultural y la mundana. El niño y su niñera parecen flotar en diferentes capas de irrealidad poética, elevando el encuadre al nivel de las nubes; pero la madre, igualmente volcada en su categoría artística (el teatro de marionetas), es la encargada de poner pesos sobre el objetivo de la cámara y sobre la vida de los demás: cada vez que aparece en escena, una roca de realidad aplastante cae sobre la trama. De esta forma, siempre entre dos aguas, es fácil ver el engaño de los absolutos: ni la vida artística tiene necesidad de ser tan bohemia y difusa, ni la vida real tiene que ser cercenada de pequeñas (o grandes) fugas de arte.

Sea como sea, y como lo arriba escrito nunca sabremos si es real o pura invención conspiranoica de quien escribe, es mejor aferrarse a los hechos. Y el hecho incontestable, en este caso, es que Hou Hsiao-Hsien consigue convertir su film en un fantasmagórico y fascinante juego de espejos en el que habla de la transmisión cultural entre formatos (¿existe algo más post-moderno?): el globo rojo como objeto está presente en el cortometraje original (la película nace a partir de El globo rojo, un corto de 1956 dirigido por Albert Lamorisse), en el propio film, en la cinta experimental que rueda la niñera oriental y en el cuadro que los niños visitan en el Museo de Orsay. La imagen se repite como un fantasma culterano que diserta sobre el trasvalse entre medios de representación cultural. Y aquí, y no en la poética difusa, es donde está el verdadero punto fuerte de El vuelo del globo rojo.