jueves, 26 de marzo de 2009

cine. Cine en capas (2): Watchmen


Como aquello de dividir el "It's written" en dos partes, hace unas semanas, me pareció divertido y edificante, vuelvo a recurrir al doblete conceptual con Gran Torino y Watchmen. En el anterior post cinematográfico hablaba de mi particular obsesión por desflorar las películas en múltiples capas de sentido, pero también llegaba a la conclusión de que la existencia de una o dos capas, a lo sumo, no tiene por qué ser algo negativa. Si se articulan con la pericia con la que lo hace Clint Eastwood, pueden ser un arma simple pero mortífera.

No es el caso de Watchmen. Y que conste que me encantó la película... a partir de el momento (hacia la media hora) en que obligué a mi cabeza a hacer un "click" y olvidarme de las múltiples capas que atesora el cómic original. Porque lo que ha hecho Zack Snyder es quedarse en la superficie y, eso sí, facturar una sublime película palomitera. Ni más... ni menos. El ritmo es trepidante, las escenas se planifican para hacer babear al espectador, los actores están correctos y el diseño de producción no sólo es magalómano, sino que es desbordantemente fascinante. Todo un éxito que lleva a este director a la cúspide de estetas radicales en compañía de directores de la talla de Zhang Yimou o Katsuhiro Tomo. Al igual que ellos, Snyder hace de la superficie una máxima a la que dedicar apologías bellisimas en detrimento de una argumentalidad que, en ocasiones, ni existe. Esto no es algo negativo por sí mismo. La única negatividad argumentable es que en el cómic original, Watchmen tiene todo lo que la película... y mucho más.

Ese "más" son precisamente las capas de sentido que le falta al film. Originalmente, Watchmen es un magistral cómic de acción y súper héroes, claro que sí. Pero el guión de Alan Moore tiene muchos significados ocultos. Para empezar, funciona como subversión pura y dura: aplica al mundo de los súper héroes un electro-shock de realidad, añadiendo las problemáticas socio-culturales y políticas que suelen ausentarse en los cómics de la Marvel o la DC. Y no sólo eso, sino que también habla en términos éticos a la hora de abordar el mal menor como prevención a un mal mayor (algo totalmente aplicable a la dimensión política comentada con anterioridad). Todo esto, sin embargo, desaparece de un plumazo en el film de Zack Snyder, quien sólo pretende (y consigue) un film palomitero excepcional.

El único "pero" son los mínimos cambios introducidos por el director respecto a la trama original: la intro (que despedaza la importante circularidad del relato), los créditos (que avanzan una parte de la historia mimada por el cómic original), los apuntes políticos concretos (que intentan anclar la trama en la época Nixon sin tener en cuenta que el argumento original es mucho más universal sin necesidad de concreciones) y el cambio final (que ni resta ni suma, así que... ¿para qué?). Así puestos todos de corrido, los puntos negativos parecen mucho peores de lo que son en realidad. Porque sí: Watchmen pierde las múltiples capas originales de Alan Moore. Y también: lo que podría haber sido cine multi-capa en manos de un cineasta más dotado y/o interesado (y el primero que me viene a la cabeza es Bryan Singer) acaba siendo puro cine palomitero. ¡Pero vaya gozada de cine palomitero!

miércoles, 25 de marzo de 2009

cine. Cine en capas (1): Gran Torino


Así como los autores tienen sus constantes, parece que los críticos (incluso los de andar por casa, como yo) también. En mi caso, un concepto al que suelo recurrir para explicar muchas de las películas que me apasionan es el de las capas de sentido: cuando un film presenta una superficie (estética y de sentido) interesante pero, además, atesora muchas otras capas escondidas que has de desflorar suavemente. Son capas soterradas que saboreas... si quieres, ya que incluso quedándote en la capa superficial tendrás suficiente para ver colmadas tus expectativas.

Esta introducción viene a cuento para explicar mi "problema" con Clint Eastwood. Por mucho que saliera del cine con lágrimas en los ojos y el corazón encendido después de ver Million Dollar Baby, a la semana renegaba ligeramente de ella por ser facilona, unilateral, sensiblera y con un gusto por el clasicismo tremendamente retrógrado. Con Gran Torino podría pasarme lo mismo... pero no voy a permitirlo. Porque si algo he aprendido del último film de Eastwood es que la simplicidad y el clasicismo no tienen por qué ser algo que reste, sino que pueden ser la base de una maravillosa suma. Siempre que el director sepa cómo manejar esa simplicidad, claro está. Y Eastwood sabe. Eastwood sabe que la suma de unas partes clásicas, simples hasta más no poder, pueden arrojar un resultado de calidad imperativa. En esta ocasión, el argumento hacía presagiar lo peor: ¿un veterano de Vietnam que vive en un barrio plagado de asiáticos pero que aprende a amarlos gracias a su amistad con su vecino adolescente? Una cosa es ser clásico... ¡y otra retrógrado!

Pero resulta que Eastwood consigue lo imposible: no sólo te la mete doblada sin necesidad de vaselina, sino que además consigue que todos los tópicos de esta trama tele-novelesca funcionen como una maquinaria perfectamente engrasada. Sublime. El argumento se construye a través de retales que has visto mil veces, que conoces y que deberían aburrirte... pero Eastwood sale airoso a la hora de plantártelos delante de la cara y arrebatarte. ¡Ya quisieran otros directores conseguir este máximo partiendo de algo tan mínimo! O, al menos, mínimo a primera vista. Porque la trama sobre inmigración (pertinente e inteligente) se ve enriquecida por otra capa un poco más subterránea pero igualmente evidente: la caída del mito. Ese héroe cotidiano que toma la justicia por su propia mano ya no es lo que era, llevando al espectador hacia el límite de sus propias convicciones cinematográficas gracias a escenas tan brutales en su sencillez como el sacrificio final o la lágrima en la oscuridad (el derrumbamiento del héroe: algo incómodo de ver por la carga de intimidad que comporta).

Puede que no hayan muchas más capas en el cine de Eastwood, pero las que hay se entrelazan con tal maestría que es imposible no rendirse inmediatamente. En su momento, critiqué Million Dollar Baby por su falta de trasfondo, por quedarse en la superficie. Esta vez no voy a permitirlo: ¡Gran Torino es inmensa! (y si me retracto en los próximos días, por favor, cortadme el dedo gordo de pie izquierdo.)

martes, 24 de marzo de 2009

cómic. El borrón: Canto a la libre interpretación


Si hay un recuerdo que atesoro gratamente de mi época de instituto es precisamente las charlas interminables, con los profesores como mediadores, en las que discutíamos el "significado" de algún poema en Literatura o de alguna obra pictórica en Historia del Arte. Por aquel entonces, parecía que aquello era precisamente "el arte": un mundo de posibilidades abiertas al que tu aportabas tus propias explicaciones, poniendo bastante de tu bagaje intelectual y emocional... Y es eso precisamente lo que propone Tom Neely en El Borrón (publicado en España por La Cúpula).

Gráficamente, la historieta de Neely es irremisiblemente atractiva. En ella, el clasicismo de los toons en blanco y negro de la Disney e incluso los espigados caracteres de Popeye conviven con un substrato pictórico rico y desafiante (el autor menciona a Magritte como influencia, pero es inevitable pensar en las formas expresivas y dolorosas de la escultura de Giacometti). De hecho, el caso de Neely es extraño en el panorama comiquero actual: artista antes que autor de cómics, El Borrón llega después de que el autor haya expuesto en galerías de San Francisco y Los Angeles. Y esa cualidad pictórica ("elevada", que diría si pensara que los cómics no pueden ser elevados) se filtra inevitablemente en las agradecidas grietas de este trabajo. Al fin y al cabo, es en la "historia" donde está el fuerte de El Borrón. Y entrecomillo de lo "historia" porque en este cómic el argumento es algo volátil y casi indefinido: una concatenación de sucesos que rozan el surrealismo pero que llevan al lector al límite de sus emociones. Al llegar al final, puedes creer que el borrón que persigue al protagonista es el amor y sus consecuencias, pero también puedes pensar que más bien se trata de la creatividad como maldición. Lo que está claro es que no te dejará indiferente y que disfrutarás con el reto.

Imprescindible visitar la web del autor: I will destroy you. Todo un mundo para ampliar lo vivido con El Borrón.

lunes, 23 de marzo de 2009

cine. El lector


Erase una vez... un director de cine enamorado de la literatura. No vamos a tener en cuenta Billy Eliott (fundamentalmente, porque no la he visto), pero si hay que basarse en Las horas y El lector, sólo se puede afirmar una cosa: el amor de Stephen Daldry por el medio literario es inmenso. Y no se limita a partir de novelas para realizar sus películas: la adaptación es en este director algo complicado y complejo. Un ejercicio de estilo e intelectualización con el que Daldry no "traspasa" (como la mayor parte de realizadores), sino que realmente "adapta". Sus films supuran literatura, sí, pero lo hacen sin olvidar que el celuloide tiene sus propias herramientas narrativas. ¡Y cómo las utiliza! Ya en Las Horas, el director destacó como valor audiovisual absoluto, en esa línea de otros autores como Danny Boyle que bien saben que un medio "audiovisual" no sólo ha de cuidar la parte visual, sino poner un especial mimo a lo auditivo y, sobre todo, saber trenzarlo con pericia e intencionalidad.

El lector vuelve a explorar esa senda... pero con menor rimbombancia. Es cierto que, desde el primer momento, la banda sonora de Nico Muhly muestra un gusto por lo sutil y minimal muy lejos de el subrayado megalómano de Philip Glass en Las horas. Y, de alguna forma u otra, el acompañamiento musical acaba definiendo ligeramente una realización mucho menos espectacular: allá donde en su anterior film había poesía visual, en el nuevo hay clasicismo, casi ascetismo. Algo que, todo sea dicho, está muy acorde con la historia explicada. Así, por mucho que al final El lector deje un muy buen sabor de boca, lo hace con una naturalidad alejada de toda afectación, alejada de los aspavientos de Las horas. Puede que las virtudes de la cinta sean menores que las de su predecesora, pero aun así está bastante por encima de la media actual. Las actuaciones vuelan a una altura inusitada (a Kate Winslet ya se le ha alagado suficiente, pero es que David Kross no se queda atrás), dejando al descubierto una dirección de actores sublime. La trama se estructura con un vibrante juego de saltos temporales y, sobre todo, se planifica en base a varios puntales cercanos a la epifanía esteta tan habitual en Las Horas.

Ya se ha anunciado que el próximo proyecto de Stephen Daldry será Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, una de las novelas más estimulantes de la última década. El imaginario de Michael Chabon en este manuscrito es simplemente desbordante, así que no puedo imaginar mejor director para la tarea. Cantad conmigo: colorín colorado... lo de Stephen Daldry sólo ha empezado.

viernes, 20 de marzo de 2009

cine. Vals con Bashir


Hace un tiempo, al hablar sobre La Clase (en este post), mencionaba Vals con Bashir como un más que posible bastión de la nueva-vieja tendencia de ficción documental. Para aquellos que leen en diagonal y que, muy probablemente, no pasen de las primeras líneas de esta reseña, voy a poner toda la carne en el asador desde el principio: el film de Ari Folman no es la victoria absoluta que se preveía... Pero tampoco es, ni de lejos, un fracaso. Sin intelectualizaciones ni tonterías se puede resumir en: está muy bien, pero no es excelente. Para los que gustan de las intelectualizaciones, sin embargo, empecemos con ellas...

Si algo parecía interesante en Vals con Bashir, a priori, era precisamente su calidad de documental animado: a falta de imágenes reales que documentaran los recuerdos de Ari Folman durante la guerra del Líbano en 1982, el director opta por la técnica de animación para recrear la realidad y ampliar las fronteras de la memoria a través de las licencias poéticas. El resultado final es fascinante: un disparo que explota en un lateral de tu cerebro (el lado de las emociones) para dejar allá, impresas, múltiples estampas. El problema es que el film acaba funcionando más como colección de estampas que como fluir continuo: la calidad de la animación es algo patillera, desluciendo ligeramente por momentos la belleza que habita lo mostrado. Un fallo menor si se tiene en cuenta el nivel del logro estético.

Por otra parte, Folman consigue que, entre los pliegues de su film, se cuelen disertaciones totalmente sublimes sobre el (mal)funcionamiento de la memoria: el falseamiento de recuerdos o los bloqueos autoimpuestos como medida habitual de construir nuestra auto biografía. Al llegar al final, sin embargo, queda la sensación de que esas reflexiones son piedras preciosas que el director ha encontrado por casualidad mientras escarbaba a la búsqueda de huesos de cadáveres. Que ha sabido aprovechar el brillo de esos diamantes es innegable; lo que hay que plantearse es si, finalmente, consigue ensamblarlo todo en pos de una reflexión final interesante. No es así: el brillo de los diamantes dura lo que la película. Que no es poco.

El cierre es excepcional: las últimas imágenes no son sólo un puñetazo en el estómago de la memoria del propio director, sino una colleja sonora a la conciencia del espectador. Lo que has visto durante hora y media puede que te haya parecido una poetización de algo tan descarnado como la guerra. Pero la realidad, duele. Mucho.

jueves, 19 de marzo de 2009

cine. El luchador

Cuando terminé de ver Réquiem por un sueño, hace ya unos añazos, dije varias cosas... y ninguna buena. Entre ellas, destacaban las siguientes:
  • La trama es simple, efectista y pretenciosa.
  • Los personajes son maniqueos hasta decir basta.
  • Visualmente muy bonita, sí. Pero pura mímesis.
¿A que viene este flash-back? A que, cuando salí del cine en el que había visto El Luchador, hace ya unos días, no pude evitar decir varias cosas y ninguna buena. Pero, sobre todo, lo curioso es que eran exactamente las mismas que critiqué en el film que hizo grande Darren Aronofsky y que han sido las constantes que, film tras film, han ido cavando su propia tumba. Vamos a por el deja-vu:


LA TRAMA ES SIMPLE, EFECTISTA Y PRETENCIOSA. Se puede resumir en una línea, lo que no siempre es malo: antigua estrella de la lucha libre se resiste a abandonar su carrera por mucho que esté totalmente desconectado del mundo más allá de las cuerdas del cuadrilátero. Se medio enrolla con una stripper, y la caga. Intenta reconciliarse con su hija, y la caga. Suena mal así resumido, pero es que sobre la pantalla es peor. Mucho peor. La trama se expone a través de escenas sin profundidad alguna, con menos verosimilitud que el cuento de Caperucita Roja: las acciones buscan la espectacularidad a través de la rimbombancia, creyendo que mostrar a un Mickey Rourke con menos movilidad facial que Keanu Reeves ya es suficiente para dotar de magnetismo a la cinta. Si todo esto parece malo, aún hay más: Aronofsky no conoce límites en su pretenciosidad y aborda la caída del mito, uno de los temas más interesantes de la cultura contemporánea. A lo que yo sólo puedo exclamar: Manolete, ¿¡si no sabes torear, pa qué te metes!? Darren, esta vez has mordido más de lo que podías masticar.

LOS PERSONAJES SON MANIQUEOS HASTA DECIR BASTA. No hay profundidad psicológica que justifique las acciones de los personajes (la "reconciliación" padre-hija y la posterior pelea son, simplemente, bochornosas). Todos se mueven a golpe de guión. Y, teniendo en cuenta que el guión es flojo, no es difícil imaginar que los actores tienen poquitas capas que explorar en sus interpretación. Más bien, ninguna capa: sólo hay lo que ves desde el principio. Y esto no sería malo si Aronofsky no introdujera un vergonzoso discurso previo al final (y destinado a magnificar la cosa) de "lo que hay dentro de las cuatro cuerdas no me hace daño: es lo que hay fuera lo que me hiere". De nuevo: pretencioso. Parece ser que para este director sólo existen los colores absolutos (el rojo intenso del héroe total, el azul pálido de la prostituta humilde y buena gente). Y claro, combinar colores absolutos puede impactar al espectador. Pero, en mi caso, llamadme raro, me gustan los grises y los colores intermedios.

VISUALMENTE MUY BONITA, SÍ. PERO PURA MÍMESIS. Réquiem por un sueño cogía la estética indie de celebración audiovisual de finales de los noventa y la llevó a un extremo, eso sí, delicioso. The Fountain flirteó con la estética del cine clásico para inocularle un virus de cine de género... y fracasó. En esta ocasión, El Luchador recurre al cine indie de toda la vida, con cámara movida y texturas cerdas, convirtiendo la falta de pretensiones visuales en un simple juego mimético. Algunos dirán que el director depura su estilo a favor de la desnudez del film. Yo digo que, simple y llanamente, todavía no he visto ni un atisbo de "estilo" en Aronofsky.

lunes, 9 de marzo de 2009

tv series. The Office: la importancia del estado personal


HACE UN PAR DE AÑOS... que vi la primera temporada de The Office (la versión británica). Según recuerdo, aquellos días me descojonaba una media de tres veces por minuto, los personajes me parecían supurantemente cómicos, las tramas desternillantes... Sin embargo, lo dejé parado y postergué la segunda temporada "para más adelante". Ese "para más adelante" se ha convertido en "un par de años". Y algo ha tenido que cambiar, porque...


A DÍA DE HOY... por fin he ventilado la segunda temporada de The Office y los especiales de Navidad. Y, tal y como intuía hace un par de años, es una de las mejores series de televisión que he visto nunca. El único problema es que mi relación con el material de Ricky Gervais se ha instaurado en una zona tan ambigua que me veo incapaz de encorsetarla en el género de la comedia. Porque, en esta ocasión, más que reir, cada capítulo me ha conducido al borde de las lágrimas y el desagrado. El personaje de David Brent (Gervais) me ha resultado desagradable hasta el nivel de la náusea: su caracterización de jefe arrogante e ignorante a partes iguales dejó de hacerme gracia en el primer capítulo para provocarme un rechazo tremendo. Y ese malestar, probablemente, sea un logro mucho más profundo que los chascarrillos inmediatos que son los causantes de que la serie entre por los ojos a la primera. Ahí va la primera gran baza de The Office.

El resto de logros son más habituales pero igual de interesantes. El nivel de comicidad de cada capítulo es elevadísimo, pero la pericia de Gervais para trocar lo gracioso en dramático roza la genialidad: conocedor de que al drama le basta un plano para filtrarse en los acontecimientos, los gags se mantienen en cámara más allá de su resolución, revelando el patetismo de un personaje que se tropieza con la tristeza de su propia realidad pero sigue actuando como si nada. Basta con sostener el plano de Brent justo después de cagarla para que la sonrisa se te congele y adviertas la tragedia detrás de este pelele.

Por lo demás, se puede afirmar que lo que hace grande a The Office es, precisamente, la implementación de una clásica historia de amor en el seno de una comedia corrosiva pero trágicamente real (no es difícil ver reflejado tu lugar de trabajo en la oficina de Brent y compañía, ¿verdad?). La relación entre Dawn (Lucy Davis) y Tim (Martin Freeman) corre por los caminos de esa abulia de clase media-baja contra la que es tan difícil luchar. Y es por eso que su triunfo final es nuestro triunfo. Es tan fácil conectar con todo lo explicado en The Office porque nunca recurre a la facilidad del melodrama, sino que bebe de las dificultades de la realidad. Y será por eso, porque mi realidad, mi estado personal, no es el mismo ahora que hace dos años, que las risas de entonces no han desaparecido, pero se han visto enriquecidas con lagrimitas nada culpables.

martes, 3 de marzo de 2009

cine. It's written (2): El curioso caso de Benjamin Button


Habrá quien advirtiera ayer que el título del post sobre Slumdog Millionaire se enmarcaba en un intrigante It's written (1). Esto no venía a significar que mi reseña del film se dividiría en dos partes, sino que me reservaba el (2) para otra película que vi unos días después y en la la máxima It's written volvía a planear omnipresente por encima de cada fotograma. Se trata de El curioso caso de Benjamin Button. Pero, en este caso (curioso), el It's written acaba aflorando a los labios del espectador (o, al menos, a mis labios) de forma peyorativa.

Y es que, desde las primeras escenas, cuando la base de la trama se establece en forma de viaje al pasado en forma de diario en tercera persona, la pluma de Eric Roth ocupa el primer plano de la pantalla. Aquí hay que preguntarse dos cosas: ¿quién es Eric Roth? Y, sobre todo, ¿por qué sale su nombre ante de que hablemos de David Fincher? La cuestión es que Mr. Roth ha visto su nombre ligado a guiones tan ilustres como el de Forrest Gump, Ali o Munich. Por si eso no os lo deja suficientemente claro, añadiremos aquí la relación Eric Roth = "ese guionista que te asegura un pastizal en taquilla y que además da la impresión de estar haciendo cine de autor". Pero, ojo, "dar la impresión" no es lo mismo que "hacer". Así que, siguiendo con el "dos más dos son cuatro" básico del mundo hollywoodiense, hay que tener en cuenta que ese mismo mundo hollywoodiense también está en crisis: la mayor parte de filiales "indies" de las majors (las que tiraron adelante proyectos como Zodiac, por ejemplo) se han ido al garete. Y es sabido por todos que las majors tendrán muchas virtudes... pero el riesgo no se cuenta entre ellos. ¿Adivináis por dónde voy? Pues sí: hay muchos rumores por ahí de que El curioso caso de Benjamin Button es más una película de Eric Roth que de David Fincher. Y aquí no sólo suena el río, sino que lleva agua a raudales.

Y es una pena, porque en el plot básico subyace un potencial a punto de estallar que no llega a prender ni en forma de bengala. No hablemos de fuegos artificiales mayores, claro. La trama acaba cayendo en clichés faltos de inspiración e imaginación, incluso ñoños, incurriendo continuamente lugares comunes del peor cine clásico (¿la historia de amor rusa? ¿los planos finales de personajes que han conseguido sus objetivos? ¿el capitán de barco "artista"?): el It's written se formula en forma de golpes de guión que Roth ni se esfuerza en disimular y, mucho menos, excusar elegantemente (como sí es el caso de Boyle en Slumdog Millionaire). Pudiera parecer que la narración deja todo el peso sobre unos actores con oficio, sí, pero incapaces de reanimar los cadáveres de unos personajes que, en más de una ocasión, parecen mirar directamente a la cámara y preguntar: "Mr. Roth, ¿usted sabe lo que es la psicología de personajes?". Y es que, después de una duración a todas luces excesivas (y que, además, se permite el lujo de incluir varios rellenos prescindibles), acabas por descubrir que, muy bien, las andanzas de Benjamin Button son interesantes, divertidas e incluso emotivas (a un nivel muy primigenio y sin ningún tipo de sofisticación), pero que no tienes ni pajolera idea de lo que pasa por la cabeza del personaje cuando Brad Pitt mira a Cate Blanchett con ojos de cordero degollado. ¿No debería ser mucho más ambiguo y atormentado alguien que crece a la inversa? ¿No debería sorprenderse el resto del mundo, aunque fuera un poquito, de las peculiaridades de Button? ¡Ah! Los efectos especiales muy bien, sí. Pero es que unos efectos impresionantes no valen los seis euros que yo pagué en taquilla.

(Por cierto... Releo lo escrito y me parece increíble no haberle dedicado ni una linea al trabajo de David Fincher. Que conste que soy muy fan de este director. Pero es que, si he de ser sincero, no lo vi por ningún lado en esta película. Así que, ¿qué podría decir?)

lunes, 2 de marzo de 2009

cine. It's written (1): Slumdog Millionaire


Slumdog Millionaire se cierra, justo antes de sus créditos, con un guiño sutil pero sublime. De hecho, el film termina respondiendo a la pregunta con la que se abre. Al principio del metraje, una interrogación expone el plot básico sobre el que se sustentará la trama: un perro callejero de Mumbay está a punto de ganar un premio millonario en un concurso televisivo (el ¿Quiere ser millonario? que por aquí presentó Carlos Sobera), pero las autoridades indias le arrestan e investigan cómo puede ser que alguien de tan bajo estracto social sepa las respuestas a preguntas tan elevadas. Tras un grand finale entre hollywoodiense y bollywoodiense (apelando a un modelo de cine transnacional en una escala sencilla), antes de que los créditos empiecen a circular, el negro de la pantalla se ve enriquecido por una nota al márgen, la respuesta a la primera pregunta: D. It's written.

Y no es una respuesta casual. He de reconocer que me pasé la última media hora del film debatiéndome entre la pasión que me suscitó el primer tramo de metraje y el aburrimiento de los convencionalismos hollywoodienses de la parte final. Es inevitable aborrecer la omnipresente mano del guionista en la historia mafiosa y amorosa con que se cierra la película; por no decir que, precisamente cuando le ves las costuras a la trama, empiezas a plantearte lo poco verosímil que resulta la rigurosa coincidencia cronológica entre el orden de las preguntas del concurso y el orden de las vivencias que le proporcionan las respuestas al protagonista. Pero aquí está la belleza de lo deliberado: algo que a priori puede parecer negativo se torna en positivo cuando el director te da suficientes pruebas de que lo ha hecho de forma consciente. Es lo que suele decirse del kitsch y horterismo deliberado en Moulin Rouge! de Bazz Luhrmann. Y es lo que debería decirse de Slumdog Millionaire, porque esta respuesta final aparentemente inocente es mucho más que una excusa. Es una declaración de intenciones: "sí, esto es Hollywood + Bollywood, así que no busques ficción de realidad". Es entonces cuando la mosca que tenías sobre la oreja se marcha volando y la preocupación se convierte en excitación.

Por lo demás, el film es una nueva muestra del oficio de Danny Boyle como talento audiovisual absoluto, como director extremadamente hábil a la hora de trenzar lo visual y lo musical sobre el lienzo de la pantalla (el ataque religioso, el momento de los niños sobreviviendo en las chabalos y, después, en el tren al son de M.I.A. son excepcionales). La planificación sublime de todas y cada una de las escenas (y, por encima, su relación en un conjunto más que harmonioso) consiguen que el tiempo pase volando y que casi no notes la transición entre la voluntad pseudo-documental del principio y la historia de amor final. La tensión de la narración múltiple en paralelo se economiza a la perfección, siguiendo un modelo de intriga y tranquilidad muy similar al del programa que subyace en el fondo de la trama y manteniendo al espectador pegado a su butaca. Y, sí, admitámoslo: Slumdog Millionaire tiene muchos puntos patilleros en su trama (que se encuentre con el niño ciego en una ciudad superpoblada como Mumbay, por ejemplo). Pero a cualquier objeción de este tipo, recordad la respuesta correcta: D. It's written.